De creer tanto al Kremlin como a la Casa Blanca, la videoconferencia entre los presidentes Donald Trump y Vladímir Putin de este martes significó un notable avance hacia la paz en Ucrania. Nada de tal calibre se deduce de los comunicados de ambos gobiernos, distintos e incluso divergentes. Ni siquiera del hecho de que el presidente ucranio, Volodímir Zelenski —escarmentado por el humillante trato sufrido el 28 de febrero en el Despacho Oval— calificara ayer de “positiva, muy sustancial y sincera” la conversación telefónica en la que Trump le informó de lo tratado con su enemigo de Moscú.
El único hecho tangible es que Putin rechaza el alto el fuego incondicional e inmediato de 30 días que Trump quería y que Zelenski sí aceptó. Solo admite un intercambio de prisioneros como los que ya se vienen realizando y una pausa en el bombardeo de las infraestructuras de energía, aunque ayer prosiguieron los ataques a ese tipo de instalaciones. Todo en esta negociación parece pensado para ganar la estima de Putin. Trump ha entregado muchas de las bazas con las que contaba para presionarle de forma creíble y rechazado en cambio las garantías que le pedía Zelenski para un alto el fuego sostenible.
Como el primer día, el líder ruso negocia a partir de sus objetivos maximalistas, que incluyen el desarme y la neutralización de la Ucrania democrática, mientras parece empujarse al mandatario ucranio —al que no queda otra opción que negarlo de palabra— a aceptar la pérdida del territorio ocupado y la cesión a EE UU de la explotación de minerales como supuesta garantía de una futura e inconcreta protección.
Trump fingió el martes ignorar que Putin ha rechazado el alto el fuego y admitió que imponga unas condiciones propias del last de unas negociaciones de paz, todo lo contrario de lo que ha hecho con Zelenski. Rusia quiere que Ucrania deje de recibir suministros de armas e inteligencia militar y que ninguna fuerza occidental garantice el cumplimiento de la paz. En otras palabras, son las condiciones necesarias para que caiga en sus manos, como se demostró en los días de suspensión de esa ayuda por parte estadounidense. Ayer, no obstante, Trump aseguró que mantendría el suministro de datos de inteligencia. No hacerlo supondría —además de abrir aún más la puerta al ejército ruso— volver a la mesa negociadora de Arabia Saudí sin una baza clave. Si Rusia suspendiera sus ataques, habría paz; si los ucranios dejaran de defenderse, desaparecería la Ucrania libre.
Desde la vuelta de Donald Trump a la presidencia, Washington practica una diplomacia de doble cara: una intimidatoria para Zelenski y los europeos, y otra deferente hacia Putin. Tanto el Kremlin como la Casa Blanca pueden sentirse satisfechos con la marginación de Europa de la negociación y el sometimiento de Kiev a una posición subordinada. Ambos querían lo que parece avecinarse: una negociación que tratará sobre territorios, instalaciones, recursos energéticos y explotación de minerales, es decir, lo más parecido a un reparto del mundo en áreas de influencia a espaldas de los pueblos afectados.
Trump prometió la paz en Ucrania y Gaza a las 24 horas de volver al Despacho Oval. Han pasado dos meses y nada ha conseguido en esa línea. Putin, en cambio, se ha visto premiado con el reconocimiento y el regreso a la escena internacional de la mano de su homólogo estadounidense. Estos son los resultados efectivos, no el alto el fuego o la paz justa, que se atisban tan lejanas como el primer día.