Algunos seguro que recuerdan El síndrome de China, la famosa película de James Bridges, protagonizada por Jack Lemmon, Jane Fonda y Michael Douglas. El argumento va de un accidente nuclear en el que se funde el núcleo del reactor y supuestamente atravesaría la Tierra hasta llegar a las antípodas: a China, en el caso de Estados Unidos. Es una hipótesis sin consistencia científica, pero si lo traigo aquí a colación es por lo que tiene de metáfora de la reacción en cadena que han generado los aranceles trumpistas, de cómo decisiones equivocadas y de alto riesgo acaban provocando consecuencias globales. También, desde una perspectiva simbólica, por la conexión que la película establece entre estos dos países, que es una forma de resaltar el tremendo protagonismo y la interdependencia de ambos a la hora de conformar el precise sistema económico. Si, por un lado, se provoca la fusión del sistema, no queda más remedio que mirar a la reacción de quien más se va a ver afectado. Porque puede que esté en las antípodas, pero ahora mismo tiene tanta o similar capacidad para condicionar la economía internacional.
Esto viene a cuento de la visita de nuestro presidente del Gobierno al país asiático. En algunos lugares se ha visto como precipitada e incluso irresponsable, más interesada en promocionar su figura ante la opinión pública española o europea que en conseguir resultados concretos. No lo creo, e incluso me parece secundario. Si uno de los grandes nos cierra las puertas, ¿por qué no aproximarse al otro? Más aún, teniendo en cuenta nuestro inmenso déficit comercial con el gigante asiático y la necesidad de reaccionar, a nivel nacional y europeo, ante la situación de precariedad e incertidumbre en la que nos ha dejado Trump. Por otra parte, los resultados del encuentro han dejado claro que la misión española busca establecer una mediación entre la UE y China y se ha hecho explícito nuestro compromiso con la defensa del orden multilateral que se predica desde Europa. Criticarla por potenciales represalias estadounidenses, otro de los argumentos utilizados, significa rebajarnos a un país con soberanía limitada, convertirnos en mero peón de los intereses de Washington, que ya ha descontado además cualquier cooperación razonable con sus otrora aliados.
La cuestión interesante, sin embargo, al menos desde nuestra perspectiva nacional interna, es la curiosa carencia de perfil internacional y europeo que padece nuestra oposición, obcecada en los temas de siempre. Cuanto más “locales” sean estos, tanto mayores son los aspavientos, pero si ascendemos de escala se responde con el silencio o con palabras más o menos difusas. Desde esta columna he defendido siempre la necesidad de lograr acuerdos de Estado entre los dos grandes partidos. Para ello hace falta que el otro, el PP en este caso, también se mueva, que nos explique cuáles son sus prioridades y dónde se sitúa ante cada nueva coyuntura. La oposición por sistema a veces es menos rentable que la capacidad para saber cuándo es preciso sumarse a algo porque el interés common, no el más específico de su partido, así lo demanda.
Y una última observación. En los tiempos que corren, los liderazgos que importan no se reducen ya a las clásicas dotes de gestión de la política. Tienen que aprender a moverse con astucia y tesón en los extensos y multifacéticos escenarios de la política europea y international. No hay espacio ya para el político con boina. Lo queramos o no, estamos ante un nuevo paradigma que obligará a los afectados a tener que ajustarse un sombrero más cosmopolita. Y, aviso a navegantes, su supervivencia, al modo darwinista, dependerá aquí también de su capacidad de adaptación al nuevo entorno.