Y así, sin más, nos metemos en un museo. Con los demás de la panda, para darnos un lote, un chapuzón, para darnos un homenaje, un chupinazo. Ahí estamos todos, grabando con la cámara, disparando a diestra y siniestra. Las obras nos miran atónitas. No se creen lo que ven, todo ese atropello, el botellón, con el gollete empuñado.
Ahora ir al museo es subirse al carro, ahincar, abrirse paso entre el mogollón. Ahí vamos apiñados de pasillo en pasillo, queriendo escabullirnos, pero no hay salidas, solo una sala, y otro salón, y otro, y más. Vamos de rapiña en rapiña, a toda pastilla, amontonados, como si todo el rebaño fueran carnes, reses, que se apresuran para ser embutido, para que vayan a parar al matadero, al mar que es el morir.
Antes los lienzos los podías ver, es decir, pasar por delante sin que te saquen de ahí a empujones. Te parabas delante, los negros, los blancos, te guiñaban el ojo. Había también mucha pierna, mucho escote, donde meter la mirada. Te chupabas los dedos, saboreando el muslo, el ajo del ojo, y así te quedabas ahí como un mirón que no quiere que nadie le fairly del medio.
Eran otros tiempos, de cuando uno podía hacerse monje, quitarse la boina, ir y volver en un abrir de ojos, de la noche al día, de la vida a la muerte, de la obra al arte. Para algunos de los lienzos había que ir a misa, arrodillarse ante el altar, para poder luego girar a la derecha, y plantarte delante de ese infinito que son los tres Caravaggio que están en la capilla de San Luis de los Franceses, en una de las iglesias de Roma, a un par de cuadras de una plaza Navona donde ahora ya no cabe un cubo de hielo a hora punta.
Ahora las bestias pastan por todos los lares. Ahí van enseñando el morro por las praderas, por las laderas de los museos. Esperan que las compuertas se abran y entonces se echan hacia las taquillas, como si esto fueran las rebajas, un viernes negro, o un sábado rojo. A veces se escuchan los altavoces, para que los aterrizajes y despegues se hagan en orden, que no te corten las alas, apenas te metes por los carriles. Ahí vamos, pues, dentro de los vagones, derechitos hacia los lienzos, y por delante de ellos pasamos, pateando, meneando el trasero, rápido, no vaya a ser que nos den una cornada.
Ahí vamos con el resto de la turba, y aquí no hay quien paste tranquilo. En el Museo del Vaticano también hay un Caravaggio, pero más tristón, apenas se puede ojear, darle un par de banderillas e irse rápido por el desagüe con el resto de la marea. Pasan uno que otro bochorno, coreanos, franceses, merengues, alpacas, todos han bajado de sus altiplanos, salidos de sus tapaderas. Se han escapado del matadero y aquí los tienes berreando, dándole al rabo, abriéndose paso entre las demás yeguas.
La visita se alarga, de pronto el embudo se desinfla. Cada uno por su lado se esparce por la ciudad, con sus jaquecas bajo el brazo, con las escoceduras en la plantilla de los pies. Qué pereza, todavía nos queda por desembarcar en el Coliseo, por tragarnos la Trevi. Nos metemos por las calles, con los demás, buscando una válvula de escape, un tornillo que apretar. Pero, ni modo, por aquí tampoco hay manera de frenar, y así vamos con el resto de la riada, pasando por delante de las vitrinas, de las prendas sin delantales ni nalgas, solo precios, quincallas, burlas.
Y así llegamos al lodge, empapizados, con la comilona en la garganta. Nos quedamos algo atónitos, embobados, nos preguntamos qué ha pasado, dónde nos hemos metido, en qué desembocadura hemos ido a parar. Entonces nos acordamos de los desvanes, de los almacenes, nos acordamos de los museos y de las tiendas, y todo se nos van mezclando en el cogote. Nos quedamos como animalitos disecados, tendidos sobre las camas. El arte es, sin duda, después del dominio del fuego, el invento más grande de la humanidad.
De ahí la perplejidad ante lo que acaba de ocurrir, este chapuzón. Los maestros que nos miran pasar como legiones son los descendientes de Altamira, de los que araban la tierra, observaban el cielo, iban de legado en legado, ampliando lo nunca visto, zarpar hacia una terra incognita. Ahí han metido sus vidas, gestos, muecas, rostros, miradas, nos dicen, por ejemplo, en la Sixtina, que Dios está en la mente, no fuera de ella. Y de eso, apenas nos percatamos porque a empujones ya nos llevan hacia la salida, tan pronto hemos entrado, apenas nos da tiempo de tragar un globo de aire, que entramos en apnea y nos vamos por el siguiente embudo.
Y ahí, metidos en el frasco de formol, metidos en la cama del lodge, buscamos entonces algún que otro desenlace a este pasillo, a esta pesadilla. Nos damos entonces vuelta en la cama, nos buscamos los labios, y entonces, lo sabemos, la vida aprieta, lo demás, allá fuera, period un disparate, algo así, sin más.