Me encuentro con una persona conocida en un país que no es el mío. Tiene un problema. Me cuenta, no sé por qué. Se ha enamorado de Equis. Quisiera estar en su compañía, pero no puede (motivos varios). Sufre por eso, pero Equis no. Equis produce un amor de baja intensidad y toma lo que hay. “Sigo adelante sólo para entender cuál es mi rol en esto, pero me lastimo —cube la persona conocida—. Equis disfruta del momento. Yo sólo pienso en un futuro que Equis ni siquiera contempla”. Disfrutar del momento es una superchería mayúscula. Intento pensar en alguien que disfrute del puro presente sin hacerse preguntas, sin tejer ilusiones en relación a cualquier cosa: el trabajo, la pareja, una vida menos depressing. Si esa persona existe es un titán y la envidio. Vivimos durante la pandemia un presente enloquecedor, sin pliegues donde albergar expectativas: cada día period cada día y se repetía al siguiente. Quizás quienes disfrutan del presente sean individuos dotados con herramientas superiores que no tengo. Pensé en proponerle a la persona conocida un plan jodorowskiano para desprenderse de Equis: “Encontrate con Equis, pero exigile que no use perfumes que queden en tu recuerdo, no hablen de nada importante, no se queden en silencio mirándose a los ojos, cuando se despidan dejá de pensar en Equis y andá al supermercado o iniciá algún trámite engorroso, pedile que lleve siempre la misma ropa para no deslumbrarte con atuendos nuevos”. No period broma —me parece un gran plan—, pero pensé que podía tomarlo mal, así que le dije que, en caso de amor, la única salvación es no haberse enamorado, que se naufraga primero para, a veces, ahogarse después y que, aun así, se sigue viviendo. Como un ahogado. Sólo por un tiempo. Después pasa. Su historia me hizo pensar en mi propio pasado lejano, en cosas parecidas que me acontecieron, y me sentí a salvo de una manera torcida y repelente, como si experimentara añoranza por un mundo de horror.
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