Al escritor vasco Fernando Aramburu lo despertaron muerto a las dos de la tarde del martes pasado. Estaba el hombre traspuestísimo, en lo mejorcito de una siesta tempranera después de almorzar en su domicilio germano de Hannover, cuando, a base de freírle el móvil a llamadas, su editor logró sacarle de la fase REM aguda y comunicarle oficialmente que había pasado a mejor vida. Oír tal dato alto y claro al otro lado del teléfono no le resultó especialmente doloroso al finado. El comunicante esgrimía, además, fuentes del máximo crédito. La noticia del óbito por infarto fulminante la había publicado la agencia pública Efe en su cuenta de X, después de tragarse el enésimo bulo de un farsante italiano y tardar 11 eternos minutos en desmentirla y pedirle disculpas públicas y privadas por haber propagado por las prisas una información cuya falsedad hubiera podido comprobarse con una easy llamada. Pero esa es otra historia.