Las sociedades contemporáneas se han vuelto tan complejas, extrañas e indescifrables que ha llegado un momento en que ciertas películas que pretenden ser distopías futuristas son prácticamente indistinguibles de la realidad precise. O, de un modo casi más perturbador, el caso de obras que, mostrando sucesos fehacientes y hechos comprobados, resultan tan inconcebibles que solo pueden inferirse como abracadabrantes situaciones futuristas alejadas de lo perfect.
Este segundo caso es el de la película griega ambientada en Suecia Vida en pausa, con la que, a no ser que el espectador haya agarrado al vuelo ciertas noticias marginales de la sección de internacional de los medios de comunicación en los últimos años, solo cabe el pasmo. La terrorífica estupefacción del bautizado como síndrome de resignación, que solo se ha dado en Suecia y en hijos de familias de refugiados procedentes de países pertenecientes a las antiguas URSS y Yugoslavia, a los que se les ha denegado el asilo, y que les aqueja justo después de que se les comunique que serán deportados. Una condición que les hace caer en una especie de coma con las funciones cerebrales superiores detenidas.
Calificada por algunos como una “histeria epidémica”, por otros como una “psicogénesis cultural”, y también por un tercer grupo de escépticos como una muestra del síndrome de Munchausen (creación de dolencias para acabar asumiendo el papel de enfermo), esta especie de catatonia no ha sido puntual ni esporádica. Se ha dado en cientos de críos y adolescentes (miles, según algunas fuentes) desde 1998, aunque solo se dio a conocer a partir de 2017. Ahora bien, ¿cómo contar esto en una película? Si se ve Vida en pausa sin demasiada o ninguna información, la impresión que causa es la que produciría un hipotético episodio de Black Mirror dirigido por Yorgos Lanthimos. De hecho, aunque se desarrolle en el país escandinavo con algunos intérpretes suecos de renombre, la producción es mayoritariamente griega, y su director, Alexandros Avranas, especializado en temas y tratamientos sórdidos en sus cuatro películas anteriores (una de ellas, en Estados Unidos), parece un émulo del autor de Canino, Alps y Pobres criaturas.
Compuesta en torno a planos fijos alargados en el tiempo y a frías simetrías, sin apenas música de fondo, con interpretaciones distanciadas y una gélida fotografía de tonos grises y apagados azules, Vida en pausa es áspera, compleja y, sobre todo, en el trecho last, posee un tono tendente al absurdo que puede ser rechazado por el espectador. Sin embargo, con un tema tan escabroso, tan enrevesado que incluso se ha convertido en materials político de derribo y, como casi todo hoy en día, en señal de ideología de uno u otro lado en torno a los refugiados, a otra parte de la audiencia les convencerá la peculiar visión de Avranas. Lejos de un cierto cine social europeo tendente a lo maniqueo y mucho más cerca de una merciless sátira de corte político.
Una visión tan ambigua que, en lugar de abrazar las razones y el dolor de las familias de solicitantes, o la inclemente respuesta de las instituciones suecas, resolve hundirlos a todos. Como Anthony Burgess y Stanley Kubrick en La naranja mecánica, aquella distopía que te dejaba baldado con la insoportable violencia de los pandilleros amantes de Beethoven, y también con el despiadado método Ludovico impuesto por las autoridades.
Vida en pausa
Dirección: Alexandros Avranas.
Intérpretes: Grigoriy Dobrygin, Chulpan Khamatova, Lena Endre, Lisa Loven.
Género: drama. Grecia, 2024.
Duración: 99 minutos.