Además del desasosiego y la ansiedad, de la pena, el dolor, la desazón, el resquemor. Además de la rabia, por sentirse abandonados a su suerte, desinformados, engañados. Además de la tristeza. Que se ha apoderado de la mirada de aquellos que se han ensuciado de barro algún día, o todos los días desde el jueves de la semana pasada. Que se derrumban al entrar en sus casas. Y quitarse la ropa como si vinieran del frente. Fundidos anímicamente después de contemplar tanta porquería, tanta miseria, de respirar lo irrespirable. Además del sufrimiento de aquellos que lamentan alguna pérdida que no se queda solo en lo materials. Además de todos esos sentimientos que martirizan a los vecinos de l’Horta Sud o de la Ribera desde hace una semana, hay uno que atenaza a los valencianos. A casi todos. Es la culpa.
Culpa por estar vivo y creer no sentirse culpable. Culpa por tener una casa a la que volver al last del día. Por poder darse una ducha con agua caliente. Un plato en la mesa. Y una cama limpia, propia, en la que acostarse y rumiar (la culpa). Culpa al sentir que por mucha agua pútrida que se achique y por mucho fango que se limpie, la vida de aquellos que lo han perdido casi todo tardará mucho en volver a la rutina. Culpa al ver que tu pueblo, el de tus primos o el de tus amigos está sumido en la suciedad y el desastre, mientras tú no puedes hacer otra cosa que quedarte enganchado a los vídeos y las fotos, a la tele, a las redes, al WhatsApp…
Culpa particular person y compartida, la que sienten muchos expatriados al advertir que toda la ayuda que pueden ofrecer pasa por preguntar “cómo estás”, por consolar o mandar abrazos y besos. Que de poco sirven. Por llenar dos bolsas, o cuatro, con comida, con ropa, con pañales, con lo que sea, y meterla en un camión que enfile el camino a casa que no pueden hacer ellos mismos.
Lo cantaba Raimon, pero es sabiduría well-liked. En Valencia “no sap ploure”. O se nos secan los campos o se inundan, y la piedra destroza las naranjas y los kakis. Temía mi iaia a la lluvia. Y mi hermano, que miraba al cielo muchas mañanas antes de irse al campo. Especialmente en octubre, cuando empieza la temporada. Y llega también la gota fría. Pero ese temor fue siempre un suspiro por la economía acquainted y native, como mucho. Nos autodenominamos meninfots los valencianos, que viene a ser algo así como que todo nos la trae al pairo. Nos da el sol en la cara y somos felices. Nos preocupamos poco. Nunca escuché a nadie tener miedo de vivir junto a un barranco o el cauce seco de un río. El recuerdo de la Riuà del 57 o de la Pantanà de Tous ha sido casi como una leyenda para las generaciones que no las vivimos ni sufrimos. Así que este drama nos ha pillado desprevenidos. Nunca imaginamos que algo así podría pasar.
Recupero ahora aquellas declaraciones de Mònica Oltra, tras las inundaciones en la provincia hace cuatro años. “A la próxima, a lo mejor lo que recogemos son muertos. Y eso es lo que queremos evitar”, dijo. E insistía en realojar a todas aquellas personas que vivían en zonas críticas. No se hizo. Y puede que tampoco nos hubiera ahorrado este desastre, pero quién sabe si sería menor. El caso es que entonces palabras como esas sonaban a exageración. La ignorancia y el descrédito también nos han traído a donde estamos.
Por eso los recuerdos y la culpa pesan tanto como el orgullo de sentirse pueblo. Orgullo por prestar ayuda al amigo, al amigo del amigo, a la vecina, al primo, a la suegra. Porque como escribió Vicent Andrés Estellés, “allò que val és la consciència / de no ser res si no s’és poble”. Y pesa tanto como la satisfacción de exportar un concepto tan valenciano como germanor, que habla precisamente de esa sensación de identidad, de colectivo, de superar las diferencias porque nos une un sentimiento mucho mayor. La germanor nos ha traído estos días los mejores ejemplos de solidaridad entre valencianos. Pero también nos ha traído la culpa. Y habrá que sacudírsela de encima como se pueda. Si algunas calles han empezado a quitarse ese tinte marrón que lo impregnaba todo, también podremos los valencianos sentirnos libres de culpa. Generar nuevos recuerdos. Y no olvidar.