El cine negro, el de los claroscuros del alma, los antihéroes cansados, las sociedades cínicas, corruptas y violentas, el pesimismo fatalista y el sentimiento de desconfianza, parece estar al alza en su variante neonoir: la de los tiempos contemporáneos y los espacios y localizaciones ajenos al clásico estadounidense. Corren tiempos de desesperanza social, y todas esas características encajan a la perfección en estos días de agónica hipocresía. Hace un par de semanas, con la ejemplar Secretos de un crimen, ambientada nada menos que en la India rural actual, su sistema de castas y ambigüedades morales. Este viernes, con el estreno de una muestra ambientada en el lluvioso norte de España, Una ballena, cuarto largometraje de Pablo Hernando. Humedad en el ambiente y en los personajes, con una particularidad: su mezcla de géneros, entre el neonoir, el fantástico y hasta el cine social.
Hernando, que hasta ahora —tanto en sus cortos como en sus largos— había dedicado su carrera a películas de vanguardia que se acercaban al cine de género desde la extrañeza (Cabás, Berserker y la codirección de la surreal Esa sensación), al bautizado en algunos sectores críticos como “otro cine español”, se adentra esta vez en el misterio de la fantasía a partir de los códigos del cine negro, el felony y la acción, combinados con localizaciones realistas. Como si la tercera temporada de la serie The Wire, la de la corrupción portuaria y los hermanos Sobotka, se hubiera cruzado con una de esas películas de acción protagonizadas por mujeres letales (y también fatales), del tipo Atómica y Gorrión rojo, pero pasándolo por el tamiz del simbolismo mágico y legendario, entre la fantasía y la ciencia ficción. Una atractiva fusión genérica que funciona mejor en algunos aspectos que en otros, pero que casi siempre resulta sugerente gracias a su singularidad. Principalmente, con dos bases: los diálogos, secos y sentenciosos; y los ambientes, gélidos y desolados.
Ingrid García-Jonsson, muy expresiva en su fría inexpresividad, es una misteriosa asesina a sueldo que se ve envuelta en una intriga felony comandada por un contrabandista español. De esos que nunca tienen pinta de mafiosos hasta que se descubre cómo actúan. De hecho, que lo interprete alguien tan terrenal como Ramón Barea le añade un plus de soterrado realismo social ciertamente fascinante. Y en ese sentido son las estupendas líneas de diálogo escritas por el también guionista Hernando las que envuelven a la película con sus mejores momentos.
Un personaje crepuscular, agotado por la experiencia, que no sabe hacer otra cosa que ser un profesional de lo suyo: delinquir y mandar matar. Un papel que bien podría entroncar en sus frases y en su inside con el Lee Marvin de los sesenta, el de A quemarropa y Código del hampa. O incluso con algunas de las crepusculares sentencias de los integrantes de Grupo salvaje. “Me gustaría retirarme”, cube William Holden en la obra maestra de Sam Peckinpah. “¿Retirarte? ¿A qué, adónde?”, le responde Ernest Borgnine. “Llevo toda la vida pasando frío en estos sitios de mierda. Estoy harto. He comprado una barqueta de las de motor pequeño para dar vueltas por aquí. Quiero llevar a mi nieta a navegar”, cube uno de los viejos personajes de Una ballena. “O sea, ese es tu plan: pasar frío en una barca”, le responde el de Barea, no por casualidad llamado Melville.
Las secuencias pertenecientes a la parte mágica del relato, pausadas y recónditas, aunque en exceso brumosas en sus significados cósmicos, quizá se alarguen demasiado. Pero la fotografía de grises y azules desteñidos, las localizaciones desnudas y esa especie de no-lugares tan horrendos te sumergen en un clima tenebroso. Y sus silencios, asociados siempre al cine polar francés, dicen mucho más que la vacua cháchara de demasiadas películas.
Una ballena
Dirección: Pablo Hernando.
Intérpretes: Ingrid García-Jonsson, Ramón Barea, Kepa Errasti, Óscar Pastor.
Género: cine negro. España, 2024.
Duración: 108 minutos.
Estreno: 28 de marzo.