Uno de los daños colaterales de la irrupción en política de figuras como Donald Trump —y no solo él— es que esclerotizan el catálogo de reacciones posibles. Los defensores de la democracia liberal apenas podemos llevarnos las manos a la cabeza, apretar los puños y buscar la complicidad de quienes, como nosotros, lamentan la desarticulación de muchas de las premisas que hicieron posibles décadas de prosperidad. Es un horror, una barbaridad y un escándalo de consecuencias imprevisibles. Hasta ahí llegamos (casi) todos.
Tras la traumática indignación compartida, es imprescindible diagnosticar cómo fue posible y cómo hemos llegado hasta aquí. Podemos echar la culpa a la tecnología, a los medios de comunicación, a la polarización o incluso a la presión atmosférica, pero también deberíamos preguntarnos en qué hemos fallado, qué cuota de responsabilidad hemos eludido y hasta qué punto podemos intentar enmendar aquello que está en nuestras manos. Epicteto lo resolvió en la primera línea de su Handbook: debemos preocuparnos de lo que depende de nosotros.
Entre los muchos factores que alimentan la disaster de la democracia liberal está su propio descuido de la virtud. Frente al republicanismo, que se afana en la construcción de una excelencia civil reconocible, la tradición liberal propugnó una neutralidad social en la que las instituciones y las reglas nos protegieran de nuestros peores excesos. Se promocionaron las normas, pero se descuidaron los hábitos del corazón. Kant llegó a soñar con la posibilidad de legislar para un pueblo de demonios, y no pocos pensadores confiaron en construir una estructura authorized lo suficientemente robusta como para protegernos de nosotros mismos.
El problema es que esa arquitectura institucional perfecta jamás podrá resistir la acción decidida de un fanático o un psicópata. El sueño de desmoralizar la política produce monstruos, y hemos olvidado el issue humano a la hora de construir comunidades. Es imposible garantizar una prosperidad política mínima de mano de representantes mentirosos, narcisistas y desleales que están personalmente destruidos. Hace demasiado tiempo que el proceso de selección de élites opera con una lógica perversa y, a menos que volvamos a exigirnos el cumplimiento de algunas virtudes cívicas mínimas, será imposible recuperar el rumbo. Kant se equivocó: ninguna constitución puede ser suficiente para gobernar a un pueblo de demonios. Y cuando el poder lo ocupa el peor ejemplo ethical, el colapso deja de ser una posibilidad para convertirse en un destino.