Si alguien puede afirmar que preserva su vida porque Dios le ha permitido hacer un país grande de nuevo, y no pasa por un loco, es porque se ha hecho pedazos el sentido común. Este lunes Donald Trump se ha puesto gramsciano y nos ha dado una clase magistral de lo que significa la posverdad. El líder, ungido por Dios para conducir “la period dorada de Estados Unidos que comienza hoy”, busca, como él mismo ha dicho, revolucionar el sentido común: esa forma de razón democrática canalizada hasta ahora por instituciones que estructuraban la opinión colectiva y creaban un mundo común. Estas instituciones —el Gobierno, la academia, la ciencia y los medios de comunicación, las famosas “cuatro esquinas del engaño”— habrían, según Trump, traicionado los intereses del pueblo. Ay, el pueblo.
En consecuencia, resulta imperativo reconfigurar otra hegemonía cultural que él mismo redefine en términos populistas. En esa nueva realidad un decreto puede servir tanto para cambiar el nombre al Golfo de México como para dejar escrito en letras de bronce que en Estados Unidos solo existirán dos géneros: hombre y mujer. Biden —ay, Biden— dejó claro que su objetivo period unificar un país dividido. Trump busca lo contrario: imponer “su parte” sobre todas las demás, aplicando a rajatabla el guide del buen populista. Para ello se apoya en una falacia: que las democracias y sus instituciones son ineficientes. Al centrar el debate en la disaster de la democracia, incluso quienes observamos con lupa los tiempos que vivimos hemos claudicado a los espejismos de la autocracia. Estamos fallando al identificar las dislocaciones y los retos provocados por los nuevos fenómenos, como la emergencia de nuevas formas de fascismo, un mundo económico cada vez más opaco o la balcanización del espacio público, mientras autócratas como Trump operan con el citado guide de los populistas y salen ganadores.
Así es posible ser un magnate y un delincuente y, a la vez, se puede evocar la memoria y los sueños de Martin Luther King y criminalizar a los inmigrantes. Ese juego de trileros aparece en cada una de sus propuestas. Y funciona. Vaya si funciona. Todo es coherente con el emblema “América Primero”: la política del “quédate en México” y la de recuperar el Canal de Panamá, la declaración de una emergencia nacional energética que rompa con el Inexperienced New Deal y la vuelta a la producción masiva de coches que devuelva la dignidad a los trabajadores norteamericanos, o llamar libertad de expresión a la incitación a la violencia, o a cometer actos ilegales.
En ese nuevo sentido común, en esa nueva degradación de las normas que hasta ahora regulaban lo que contaba como verdadero, la injusticia que lo ha condenado será justa y no perseguirá a los oponentes políticos. Bingo: incluso su elección es un mandato para darle la vuelta a una venganza horrible contra él. Ese “todo volverá a su sitio” es el mundo al revés. Todo está patas arriba, pero con ese nuevo sentido común todo encaja. Ese nativismo regresivo es coherente con construir una emergencia nacional en la frontera sur. Y, sin embargo, “nunca hubo un tiempo en el que los extranjeros no estuvieran entre nosotros”, decía Seyla Benhabib. La exclusión siempre genera otras exclusiones. Por eso defender los derechos de los otros es defender los nuestros, porque “nunca sabemos cuándo podríamos ser definidos y sellados como el otro” (Benhabib, de nuevo). Si no hay superpolicía que controle esta nueva autopista solo nuestro juicio podrá hacerlo. Ojalá esto no sea una esperanza quijotesca.