Admitámoslo, oscilamos entre la fascinación y la perplejidad. Miramos la pantalla esperando el último giro, la última sorpresa: la política del shock. Es difícil sustraerse al ritmo vertiginoso de las proclamaciones y decretos de Trump, a ese impulso eléctrico de la controversia y el escándalo que nos autoinoculamos a través de nuestras muchas pantallas. ¡Bing! ¡Bang! El vaquero de la Casa Blanca sabe lo que hace. En apenas dos semanas prohíbe los programas de diversidad, desclasifica los documentos de la muerte de JFK, vende una deportación masiva como una operación de turismo inmobiliario y sube los aranceles como si tuviese una erección. El efecto es el deseado: todos miramos sin parar, desorientados. La indignación se dispersa. La respuesta queda fragmentada. Las críticas pierden eficacia. Todos los días, Trump y su pandilla lanzan nuevas declaraciones provocadoras u ordenan actos que generan indignación y dominan la agenda mediática. Ana Rosa habla de ello, Ferreras habla de ello. Y arden las redes.
La estrategia tiene tres propósitos claros: mantener la atención y el management de la agenda pública a nivel world; desgastar a quien se opone a través de la fatiga y la normalización y convertir la transgresión en una herramienta de poder. Es imposible analizar nada en profundidad. Mantenidas en permanente estado de alerta emocional, las audiencias somos fragmentadas de escándalo en escándalo por la cobertura de los medios, que a veces aumentan la dinámica sensacionalista impidiendo que percibamos el fondo: la estrategia sistemática de concentración y consolidación del poder en manos de un liderazgo autoritario. La transgresión es una poderosa herramienta de poder. Trump, nos explica Judith Butler, no busca evitar la indignación: la provoca activamente. Su discurso no quiere persuadir a sus detractores sino fortalecer a su base. La ruptura de todas las normas se percibe como una liberación frente al wokismo. Con cada acto, con ese eco exponencial que retumba en nuestras cárceles digitales, Trump demuestra en directo que puede actuar sin consecuencias y sus seguidores lo interpretan como una muestra de fortaleza. Las redes, los periódicos, las televisiones confirman a diario una verdad dolorosa: la crueldad como medida de poder.
El sádico alborozo que despliegan Trump y sus aprendices no es solo una cuestión suya. Para infectarnos, necesita que se comunique y disfrute ampliamente en un impactante espectáculo world de brutalidad. Pecamos todos, pues no hay nada más contagioso. No sabemos cómo sustraernos a la potencia del espectáculo y esa es la pregunta que deberíamos hacernos. ¿Cuánta crueldad seremos capaces de soportar? ¿Cómo salir del bucle del escándalo y la indignación? Tal vez los viejos marcos ya no sirvan y haya que pensar de otra manera, evitar que la resistencia se convierta en nuestro único dogma, buscar horizontes que nos permitan construir alternativas reales. Si en lugar de centrarnos en contra de qué o quién reaccionamos, empezamos a pensar en qué mundo queremos construir y elegir, tal vez la conversación tome un rumbo diferente. Hemos de aprender a nombrar nuevos futuros, buscar un lenguaje y una nueva imaginación política que incluyan la posibilidad de un mundo radicalmente esperanzador. En la period de las narrativas, ¿cómo encontrar las que nos acompañen humanamente a todos, las que nos indiquen otros caminos? Aunque parezca imposible, inalcanzable, utópico o absurdo, el mundo del futuro es también el mundo que estamos eligiendo.