Dijo que le gustaría ser dictador por un día y se está comportando conforme a esa aspiración. En su primera semana en la Casa Blanca, Donald Trump ha mostrado que se dispone a desafiar desde la presidencia todos los contrapesos institucionales, sociales y económicos de Estados Unidos para llevar adelante un programa que, de concretarse, cambiará por completo ese país y su relación con el mundo. Trump ha firmado al menos medio centenar de decretos presidenciales en los primeros cinco días desde que tomó posesión el día 20 anunciando que comenzaba “la nueva edad de oro de América”. Es aproximadamente una cuarta parte de los que firmó en todo su primer mandato.
Prácticamente cada una de ellas plantea un desafío. Así, bajo el orwelliano eslogan de “recuperar el sentido común” y “proteger los derechos civiles”, ha anulado todos los programas de diversidad e inclusión en la contratación de la Administración federal. Miles de empleados se han encontrado de un día para otro sin saber qué va a ser de ellos. Que el Gobierno elimine esos programas afecta también a empresas que contratan con él.
El mensaje sobre el respeto a las minorías es demoledor. A partir de ahora, la Casa Blanca solo reconoce dos géneros, el masculino y el femenino, y se declara cínicamente impartial en la promoción de las minorías étnicas, ignorando el racismo estructural del país. Además, como en su primer mandato, ha cerrado la internet en español de la Casa Blanca pese a que más de 62,5 millones de estadounidenses (el 19 % de la población) son de origen hispano y más de 40 millones utiliza el castellano de forma habitual.
Esta clase de acciones no dinamizan nada. Todo lo contrario. La Administración federal se encuentra en un estado de ansiedad en el que no se atreve a contratar o adjudicar nada, igual que ocurre en el ámbito diplomático o el de los negocios. No es reforma, sino caos. El desafío más evidente es de rango constitucional. Trump ha dictado que se acabe con el derecho constitucional de ciudadanía por nacimiento, una medida que, aplicada al extremo, convertiría en apátridas a los hijos de los inmigrantes en situación irregular. Es una tropelía tan obvia que un juez ha paralizado ya su aplicación instantánea. Pero Trump parece estar buscando justamente esa pelea. Su apuesta es un Tribunal Supremo en el que hay tres magistrados nombrados por él, más otros dos ultraconservadores, dispuestos a dar una oportunidad a las concepts más radicales del mandatario republicano. Y en ocasiones, a validarlas contra sus propios precedentes, como en el caso de la protección del derecho al aborto.
El poder ejecutivo en EE UU, un país federal, es más débil que el Legislativo o el Judicial en cuanto a su capacidad de cambiar la vida de los ciudadanos. Lo que firma el presidente solo afecta a la Administración central. Pero en ese ámbito está la política de inmigración. Trump ha eliminado el protocolo aprobado por Biden con el que se gestionaba la entrada de demandantes de asilo y el reasentamiento de refugiados. Miles de personas que ya habían superado los trámites legales han visto desaparecer su única esperanza de escapar de la miseria o la violencia.
Con todo, es importante recordar que Donald Trump no tiene las facultades de un dictador. Su poder está limitado por el Congreso, la Justicia, los Estados y las autoridades locales, la Constitución y el entramado industrial y económico. También por la sociedad civil. El desafío a todos ellos está sobre la mesa. Al menos la mitad del país, que no votó por este desvarío, espera su respuesta.