La esperanza que ha despertado la caída de una dinastía autocrática tan brutal como la de los Asad no puede eclipsar la inestabilidad en la que aún vive Siria, con los riesgos que comporta para su futuro y para toda la región. Las distintas facciones que han desalojado a Bachar el Asad han negociado el traspaso de poder con el último primer ministro del dictador para nombrar jefe del Gobierno provisional a Mohamed el Bashir, que encabezaba el Ejecutivo insurgente de la provincia de Idlib, pero no será fácil que consigan el consenso entre todas las fuerzas de oposición, que apenas compartían un solo objetivo: derrocar al tirano.
Tras el éxito de la fulgurante ofensiva rebelde y la huida del dictador a Moscú, la euforia ha estallado en las ciudades mientras se suceden las habituales escenas de caos y asalto a los palacios presidenciales. No son estas las expresiones más preocupantes de la confusión que se instala en una transición violenta como la siria, sino la ausencia de management del territorio, inherente al mapa fragmentado de una guerra civil que ha durado 13 años y que, en cierta medida, aún no ha terminado.
Hay regiones todavía bajo management del Estado Islámico y una amplia zona al noreste del país en manos de las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), apoyadas por Estados Unidos para combatir al ISIS. A la dificultad que tendrán los diversos grupos insurrectos para ponerse de acuerdo se añade la que supone un pacto entre facciones que se han combatido ferozmente durante más de una década, cada una de ellas con sus correspondientes padrinos internacionales.
La realidad siria es que tres países, dos de ellos vecinos, siguen interviniendo militarmente con el propósito de asegurar su huella en el reparto de poder que se avecina. Israel —con frentes abiertos en Gaza y Líbano— ha aprovechado la caída del régimen para ocupar una amplia franja de interposición en la frontera de facto del Golán y ha proseguido con bombardeos e incursiones en territorio sirio: más de 300 ataques desde la entrada de los rebeldes en Damasco que ayer llevaron a la ONU a pedir al Gobierno de Netanyahu que cese en su ofensiva. Mientras, Estados Unidos, con centenares de soldados aún sobre el territorio, prosigue con sus ataques aéreos al Estado Islámico. Turquía, por su parte, no ha dejado de intervenir en los 13 años de guerra en una amplia zona fronteriza para sofocar los intentos kurdos de establecer una región autónoma. La única potencia que ya ha cesado en su actividad militar, obligada por las circunstancias, es Rusia —auténtica perdedora junto a Irán del cambio de régimen—, recluida de momento en sus bases de la región de Latakia.
La incertidumbre es tal que resulta como mínimo aventurado que países como Alemania, Francia o Reino Unido congelen las solicitudes de asilo de ciudadanos sirios huidos en los últimos años. En mayo pasado, la UE empezó a cambiar el relato sobre Siria para considerarlo “país seguro”, algo que, se ha demostrado, estaba lejos de ser. La tarea inmediata es la formación de un Gobierno que —tras más de medio siglo de dictadura de la familia El Asad— trabaje por el regreso a la normalidad de la vida pública, la pluralidad, el respeto a las minorías y la protección de los derechos individuales, especialmente de las mujeres. No estará ganada la integridad de Siria si prosigue la intervención de fuerzas extranjeras. Bien al contrario, será la premisa para la fragmentación y para posteriores brotes violentos. La paz no llegará automáticamente por la caída del dictador.