El siempre vibrante centro cultural Gabriela Mistral de Santiago de Chile albergó el sábado pasado la firma de un acuerdo entre el festival Teatro a Mil y los Teatros del Canal de Madrid para impulsar giras de espectáculos que se presentan en el certamen. Fue uno de los muchos pactos que se están cociendo estos días en la trastienda de Teatro a Mil, gran cumbre de las artes escénicas latinoamericanas contemporáneas. La cita se prolonga del 3 al 26 de enero con un centenar de obras de 22 nacionalidades, pero las producciones “más exportables” se concentraron la semana pasada para facilitar las negociaciones a los más de 350 programadores de una treintena de países que han viajado a la capital chilena: representantes de escenarios como el Odeón de París, el Piccolo de Milán, el Vidy-Lausanne de Suiza, el KVS de Bruselas, el Lliure de Barcelona, el competition de Edimburgo, el de danza de Nueva Orleans, el de Otoño de Madrid, el Temporada Alta de Girona o el FIT de Cádiz. Una convocatoria frenética a la que también acudió EL PAÍS por invitación de la Fundación Teatro a Mil, organizadora del evento. El teatro latinoamericano está en alza en los circuitos internacionales de vanguardia y todos andan en busca de nuevas estrellas para la escena mundial.
Entre las razones que explican ese creciente interés hay una evidente: la búsqueda de originalidad. El mercado de las artes escénicas contemporáneas detesta la uniformidad, pero a la vez la fomenta porque se alimenta de los mismos creadores. Por eso rastrea territorios menos explorados. El teatro latinoamericano es muy variado, pero si tiene un rasgo en común es justo ese: singularidad. Temáticas particulares y formas distintas. Incluso desconcertantes. Carmen Romero, directora artística de Teatro a Mil, lo explica de la siguiente manera: “Por ejemplo, hay una escena de los pueblos originarios que está emergiendo con fuerza. Hablan de la tierra, el aire, el cuidado de la naturaleza. Son asuntos que para ellos son ancestrales y que conectan de pronto con preocupaciones contemporáneas: el cambio climático, la sostenibilidad, los derechos humanos, la decolonización”.
Los espectáculos que más corrieron de boca en boca la semana pasada confirman esa singularidad. Vampyr, obra escrita y dirigida por la chilena Manuela Infante, comienza así: un tramoyista deja en el escenario dos baúles y de ellos salen dos personajillos extraños con colmillos de vampiro pero sin la elegancia de Drácula; se mueven más bien como zombis descoyuntados, aunque no dan miedo porque parecen frágiles y hablan de una manera tan incomprensible y a la vez simpática como el pato Donald. A lo largo de la función, por medio de sus conversaciones, peripecias y desgracias, se descubre que los murciélagos hematófagos chilenos, que se alimentan de la sangre de otros animales vivos, son una de las especies más afectadas por las turbinas de aerogeneradores eólicos, pero no por colisión sino por los cambios de presión que genera el movimiento de las aspas, que provoca hemorragias internas y los deja en un estado entre la vida y la muerte hasta que estallan por dentro.
Estos personajillos, interpretados por Marcela Salinas y David Gaete con un despliegue corporal y humorístico formidable, representan la gran contradicción de la energía verde: buena contra la disaster climática, a la vez devastadora de la biodiversidad en su entorno. Son también la encarnación de la poética que Manuela Infante ha venido desarrollando en sus dos últimos trabajos, Estado vegetal y Cómo convertirse en piedra, ambos vistos en España y otros países europeos: el teatro no antropomórfico; es decir, que no pone en el centro de la dramaturgia la “cuestión humana” sino la naturaleza y los animales.
Otro nombre que sonó mucho fue el del director bonaerense Guillermo Cacace. El prolífico teatro argentino siempre ha sido una potencia mundial, con figuras muy conocidas y presentes en Europa como Daniel Veronese, Rafael Spregelburg o Claudio Tolcachir, este último afincado en Madrid. Pero están emergiendo nuevos protagonistas, entre ellos Cacace, que recientemente ha impactado en el panorama internacional con su revolucionaria versión de La gaviota, de Chéjov, que llegó a representarse el pasado noviembre en el Brooklyn Academy of Music de Nueva York. En Cacace, lo chocante no son las temáticas sino las formas: la obra se desarrolla en torno a una mesa, a la que se sientan los actores y parte del público. En esa disposición no es posible la representación de las acciones, por lo que se apuesta todo a la palabra, interpretada con tal intensidad emocional que los espectadores suelen salir conmocionados.
Este montaje tan specific inició su despegue precisamente tras su presentación en Teatro a Mil el año pasado, algo que podría repetirse con las dos obras de Cacace que el competition ha programado este año: Ante y Sería una pena que se marchiten las plantas, ambas de Ivor Martinić, autor croata establecido en Barcelona. Ante se desarrolla también alrededor de una mesa, pero no por repetición de una fórmula de éxito, pues se estrenó antes que la Gaviota. En ambos casos, el dispositivo surgió durante los procesos de creación: Ante, porque fue un encargo de la compañía Casero, establecida en la Patagonia argentina, lo que obligó a realizar muchos ensayos por videoconferencia, todos sentados en sus escritorios; Gaviota, porque irrumpió la pandemia. Sería una pena que se marchiten las plantas se escenifica de manera convencional, pero el texto sigue primando sobre las acciones. Los protagonistas son los intensos diálogos de una pareja que se separa, que convulsionan no solo la voz de los intérpretes sino todo su cuerpo.
Sea por las circunstancias de la producción, la precariedad, el gusto por la palabra o las tres cosas a la vez, lo cierto es que la primacía del texto, interpretado enérgicamente por actores casi siempre sobresalientes, es una constante no solo en los montajes de Cacace sino en normal el teatro independiente argentino. Se advierte también en Sombras, por supuesto, el espectáculo que ha presentado en Teatro a Mil la dramaturga y directora Romina Paula, otra creadora que despunta. La trama de la obra es sencilla: dos policías acuden y desbaratan el hogar de una pareja cuyo hijo ha desaparecido. Pero son extraordinarias las conversaciones entre los personajes, que además sirven a la autora para tocar temas como el hiperconsumismo, la represión policial, la homofobia y el acoso escolar.
Entre los programadores había además mucha expectación por conocer el último trabajo del chileno Guillermo Calderón, dramaturgo y director ya consolidado en la escena internacional, aparte de guionista habitual del cineasta Pablo Larraín. Presentó Vaca, un espectáculo de argumento esperpéntico que se desata cuando una joven recibe el encargo de cuidar una vaca durante una semana. Sus compatriotas de las compañías Bonobo y La-Resentida fueron también muy solicitados. Así como el creador indígena Tiziano Cruz, la uruguaya Tamara Cubas y el brasileño Antônio Araújo.
La semana dedicada a los programadores internacionales terminó, pero Teatro a Mil continúa hasta el domingo. Porque la cita no se concibe solo para los profesionales, sino sobre todo para el público. Se exhibe teatro latinoamericano, pero también supone para los chilenos una ventana a las artes escénicas de otros continentes, a la que se han asomado creadores de la talla de Pina Bausch, Peter Brook, Thomas Ostermeier, Romeo Castellucci o Ivo van Hove. Nació en 1994 tras la caída de Pinochet y ha crecido a la par que la democracia en el país, como uno de sus más prósperos símbolos de libertad.