Mis veranos universitarios los pasé trabajando en una tienda de moda italiana en Ibiza. Vendí vestidos a Daryl Hannah, vaqueros a futbolistas de la Champions y hasta llegamos a bajar la persiana en hora punta porque Valentino Rossi entró con un amigo para llevarse todo lo que quería (free of charge, por supuesto). Comparada con mis amigas temporeras, camareras casi todas, me pagaban lo justo para sobrevivir hasta octubre, pero trabajar en ese native aspiracional tenía todas las ventajas que podía ambicionar una veinteañera sin responsabilidades y con ganas de pasarlo bien: carnet VIP para todas las discotecas, cenas free of charge por tener como clientela a relaciones públicas de la isla o saber de antemano en qué mansión se celebraría la fiesta privada de turno. ¿No period mejor doblar camisetas bronceada en esa burbuja hedonista que hacerlo con ojeras comiendo asfalto en la ciudad? ¿En qué tienda de mi barrio iba a tener la propina del ruso que siempre pagaba en efectivo y siempre se negaba a coger su cambio, ya fueran 30 o 300 euros? Me creía la más lista por disfrutar de esas minucias, pero al llegar el otoño la realidad siempre me ponía en mi sitio: volvía a casa y a clase igual de pobre, o más, que cuando llegué a la isla.
Recordé mis tiempos como dependienta precaria para veraneantes pudientes mientras veía la tercera temporada de The White Lotus, la antología televisiva que explora la brecha relacional entre turistas privilegiados que compran la fantasía escapista vacacional y los empleados de un resort de lujo encargados de servir esa postal idílica. En la conversación de redes se ha aplaudido el regreso de Belinda Lindsey, la trabajadora del spa del complejo hotelero de la primera temporada. Interpretada por la no menos fantástica Natasha Rothwell —una actriz que cada día menciona a Donald Trump en X junto al mensaje “eres basura”—, Belinda es la masajista de Maui que estuvo a punto de salir de asalariada porque una millonaria caprichosa (Tanya, interpretada por la añorada Jennifer Coolidge) le prometió que invertiría millones para montarle un negocio. Belinda, que se pasó toda la temporada satisfaciendo a Tanya, acabó ese verano como yo cuando estudiaba: igual de pobre que cuando lo empezó. A Tanya le bajó el subidón de sus masajes y la generosidad solo le dio para dejarle una propina ridícula y salir pitando de su spa.
Durante años no supe cómo llamar a ese fenómeno, el de la persona pobre que cree que por servir a millonarios vivirá mejor. Ahora he descubierto una variante actualizada en Servir a los ricos, el ensayo de la socióloga Alizée Delpierre que edita Península con traducción de Palmira Feixas. Allí, la investigadora conceptualiza la “explotación dorada”, que consiste en comprar, a un precio muy alto, la dedicación ilimitada al trabajo doméstico por parte de las empleadas de los milmillonarios, una especie de “superpaternalismo inédito en épocas anteriores”. Esos señores regalan a sus criadas bolsos Chanel, relojes de lujo o pagan las matrículas en colegios privados a sus hijos, pero ese dinero también compra el derecho a dominar su intimidad desde que se levantan hasta que se acuestan. Son esclavas modernas, pero con zapatos Louboutin.
Un verano entró a la tienda de Ibiza una empleada del jeque que salía en las noticias porque tenía su superyate amarrado en la isla. Ella vestía burka y venía acompañada de 16 chicas, todas muy jóvenes, muy rubias, muy delgadas y sin saber una palabra de inglés. La mujer nos indicó que cada una de ellas podía elegir dos prendas que meteríamos en bolsas con el número de habitación asignado en el barco. Otro empleado pasaría a recogerlas al rato y pagaría en efectivo. El hombre vino, pagó y se dejó tres bolsas. Cuando entendimos que el hombre no volvería, mis compañeras y yo nos repartimos los 3.000 euros falseando una devolución. Una vez más, nos creímos las más aventajadas de la partida. Qué ilusas.