Lo que Teuchitlán ha despertado entre nosotros no requiere mayor ahondamiento: los mexicanos conocemos bien la angustia de la desaparición. Aquí las personas no se pierden, las borran.
Además, el rancho maldito ha revelado el envilecimiento: aquí la gente no trabaja voluntariamente; la obligan a hacerlo. Teuchitlán no fue solo centro de exterminio, sino también uno de reclutamiento forzado alimentado a partir de falsas ofertas laborales. Un lugar que toma las necesidades primarias de las personas y las vuelve en su contra.
Las desapariciones —ese verbo transitivo tan difícil de explicar fuera del contexto latinoamericano— son el hilo invisible que remienda la historia moderna de este país. Una constante que nos revela y nos sentencia: en México desaparecen a las personas. Así fue en el pasado. Así es en el presente.
Ante ello, los esfuerzos del Estado —pasados y presentes— han sido torpes y estériles. Incluso la administración autodenominada humanista falló.
Así, como Mahoma no fue a la montaña, la montaña se trasladó a Mahoma.
El rancho Izaguirre —el siniestro sitio encontrado en Teuchitlán—, con sus verdades aún por descifrar, ha colocado a Sheinbaum frente a un desafío impostergable: la disaster de desaparecidos no admite dilación.
Frente a esta imponente montaña, la presidenta —tras una primera poco afortunada reacción— ha alzado la mirada. Y donde pone el ojo, rara vez faltan balas.
Dentro del arsenal desplegado para librar la batalla, Sheinbaum ha destacado un arma en particular: el Certificado Único de Registro de Población, concebido como la fuente exclusiva de identidad de cada persona, respaldado con datos biométricos.
Tener ese documento nos permitirá dar un paso hacia la normalidad. Como en la mayoría de los países de América Latina y Europa, por fin contaremos con una cédula única de identidad que nos nombre y reconozca.
Hasta ahora, la anormalidad de nuestro sistema ha hecho de nuestra identidad un rompecabezas. Un documento para cada necesidad, una credencial para cada derecho: pasaporte para viajar, carnet para sanar, FIEL para tributar, licencia para manejar, credencial para votar.
Es nuestra la carga de la prueba.
La utilidad de un certificado como el que propone la presidenta no es menor; es, de hecho, cimiento. Un solo número bastará para seguirle el rastro a una persona —menor o mayor de edad— a través de hospitales, refugios, morgues y centros de detención. La iniciativa de Sheinbaum busca tirarnos de la cama para despertar de la pesadilla burocrática que hoy implica cada pesquisa: una Torre de Babel donde cada quien tiene un nombre distinto para el mismo desaparecido.
—Descendamos y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero —ordenó Jehová.
El sueño que ahora soñamos —tener en todo el país una sola lengua y unas mismas palabras— viene de lejos. Desde el sexenio salinista se ha intentado y decretado: el Instituto Federal Electoral debía entonces entregar el padrón electoral a la Secretaría de Gobernación para dar inicio al Registro Nacional de Ciudadanos.
Nunca ocurrió. Jamás se entregó.
A partir de 2021, lo intentamos de nuevo. Esta vez, el cambio buscaba integrar una fotografía y datos biométricos a la Clave Única de Registro de Población. CURP con foto, la llamaban.
Quedó soñada en el tintero.
La razón descansa en que este país —testigo reincidente de fraudes electorales, espionaje político y filtraciones de datos— teme quedar desnudo ante una autoridad históricamente ofensiva. Más verdugo que garante. A Spotify, Amazon y Meta entregamos nuestra información con la ligereza de un clic; ¿al Estado? Ni lo sueñes.
La tensión aflora: mientras exigimos —es esa la palabra— más seguridad y una solución definitiva al drama de los desaparecidos, nos enfrentamos a una paradoja. Si queremos el beneficio, habremos de asumir alguna carga.
En medio de ese clima de desconfianza y recelo nacional, el inmenso poder de Sheinbaum resplandece como faro. Con más del 85% de respaldo, la confianza pública se convierte en llave maestra.
La legitimidad marabunta que en hombros la lleva le permitirá abrir una puerta que hasta ayer parecía sellada.
Para aquellos que preguntan burlones: ¿para qué sirve tanta legitimidad? Para gobernar.