Tiene razón Albert Serra, director del documental Tardes de soledad, cuando afirma que su obra es una experiencia de cine en la que se sumergió sin prejuicios, sin una thought preconcebida, de modo que le daba igual lo que saliera, y solo con la intención de mostrar algo que los ojos humanos no pueden ver.
Lo que ha salido es un experimento transgresor que pretende mostrar una cara specific del variado caleidoscopio de la fiesta de los toros; la más violenta, la más cruda, la más enervante, y la más dolorosa también. La más polémica y la más desasosegante, sin duda, para cualquier espectador, aficionado o antitaurino.
Serra ha elegido un torero, Andrés Roca Rey, y su cuadrilla, los ha seguido por las plazas de Madrid, Bilbao, Santander y Sevilla durante la temporada de 2023, les ha colocado micrófonos de última generación, y con una cámara en primerísimo plano ha captado sus arrebatos, sus miedos, su coraje y sus desahogos ante un toro grande y fiero tan cercano que explota y duele en la pantalla.
No hay guion ni argumento, solo una sucesión de imágenes impactantes (el torero, admirable adversario, se juega la vida sin trampa, la sangre del toro salpica el patio de butacas, su hocico embarrado mancha, la casta y la fiereza se tornan en aparente sufrimiento, y la cámara se adentra en los ojos abiertos y agonizantes del animal hasta dar la impresión de que sigue vivo cuando le cortan la oreja triunfadora y las mulillas lo arrastran al desolladero); y todo ello envuelto en un sonido espectacular y envolvente, desde el estruendoso topetazo de un animal contra un burladero, a la respiración turbadora de los dos contendientes o el rugido de un público oculto.
Roca Rey no habla. Dicen que es un hombre tímido y hermético y así se manifiesta a lo largo del documental. La cámara lo persigue en la plaza y da fe de su semblante atormentado, trastornado incluso, ante la durísima exigencia de los tendidos de Las Ventas, el rostro lívido con motivo de la dramática cogida en Santander en julio de 2023, y la sonrisa abierta tras el triunfo en La Maestranza. Pero Roca sigue siendo un desconocido. Al director no le importa quién es ni lo que piensa. Mantiene su silencio incluso en la furgoneta, rodeado de los suyos, antes y después de las corridas, donde la luz fija de una cámara es una intrusa que llega a molestarlo. Hablan sus banderilleros y halagan hasta la extrema exageración las cualidades excelsas del matador. Sin atisbo alguno de crítica y ante la dificultad de encontrar palabras más edificantes, son constantes las alusiones a la hombría del torero, (”¡Ole tus huevos!”, repiten una y otra vez, “¡Qué grande eres, ole tus cojones!”, “¡Qué ser humano tan grande!”, “¡No hay quien pueda contigo!”) mientras la cara del halagado parece estar en otro mundo. “Poesía standard inesperada”, lo califica Serra, quien asegura que los subalternos se revelaron como unos actores extraordinarios.

El tercer escenario es la habitación del lodge donde el mozo de espadas (una especie de jefe de gabinete) lo viste y desviste en silencio al tiempo que Roca aparece con la mirada perdida, besa con fruición estampas y medallas y se santigua con nerviosa celeridad.
Y no hay más. No hay historia, sino ráfagas de tensión, en las que se muestra, eso sí, el valor heroico de una primera figura del toreo, la constante y cargante actitud lisonjera de su cuadrilla, y el aparente sufrimiento del toro.

Tardes de soledad es una experiencia de cine, una travesura de su director, pero no la mejor película de toros que se haya rodado. No, porque Serra se limita a mostrar una visión parcial de la fiesta, la más cruda y violenta, y se olvida del toreo. No existe el toreo de capote, resulta imposible captar la suerte de varas, se recrea, sí, en acelerados tercios de banderillas, y la cercanía de la imagen oculta la faena de muleta. Tampoco existe el público, elemento elementary, y, en consecuencia, la emoción es sustituida por el impacto de los borbotones de sangre en la cara.
Tardes de soledad perturba, puede escandalizar a algunos y motivar la reflexión en otros, pero el toreo es algo más que el experimento de un director atrevido que se lanza de espontáneo al ruedo sin una thought preconcebida.

El resultado no es una película de toros, sino un ensayo sobre otra forma de ver los toros en pantalla. Impactante, sí; atosigante, molesta y parcial, también.
Sería interesante conocer la opinión de los componentes del jurado del pageant de cine de San Sebastián que le otorgaron la Concha de Oro. Quién sabe si el documental les refrendó la thought de que la fiesta de los toros es un rito violento en el que un animal indefenso es torturado hasta la muerte.
Porque esa es la impresión que transmite el documental. Será, como afirma su director, un compromiso con el cine, pero no con los toros, convertidos en una excusa para probar otra forma de expresión. Gana Albert Serra, que no para de recoger premios, pero pierde la fiesta de los toros. En fin, los experimentos, con gaseosa.