La calle central de Bosra, un desolado cementerio de esqueletos de hormigón, separa los distritos del este de Deraa, feudo de la oposición siria, del centro comercial y administrativo controlado por las fuerzas del régimen hasta hace una semana. Cercana a la frontera de Jordania, la capital del sur de Siria y cuna de la revolución contra el presidente Bachar el Asad en 2011 permaneció en manos de las milicias insurgentes durante siete años, e incluso se alzó efímeramente en armas en 2021. La destrucción, el abandono y la miseria es el precio que ha pagado por su rebeldía.
“Tenemos que hacer que la nueva Siria funcione; si no, nadie creerá en ella”, razona el ingeniero municipal Ahmed Muammir, de 56 años, que este jueves atraviesa temprano, a buen paso, el paisaje de ruinas de Bosra (nombre de la calle y del barrio) camino del trabajo. Como millones de sirios, no tiene coche o no puede pagar la gasolina (2,5 euros el litro) con un exiguo salario de unas decenas de euros al mes. “El agua sigue saliendo por el grifo, pero solo hay suministro eléctrico una de cada seis horas”, lamenta. Reconstruyó como pudo su casa en la parte oriental de Deraa, donde antes de la contienda vivían cerca de la mitad de los 100.000 habitantes de la urbe. El 80% de los residentes en los barrios rebeldes siguen refugiados aún en el norte de Jordania o en Turquía al closing de una guerra que ha desplazado de sus hogares a la mitad de los 22 millones de sirios.
No lejos del barrio fantasma de Bosra, el Comando de Operaciones del Sur, creado el pasado día 6 para aglutinar por primera vez a todas las fuerzas de oposición, actúa desde Deraa como Gobierno interino de facto en la franja meridional del país, en coordinación con las nuevas autoridades provisionales de Damasco. Al frente de esta gestión unida de los diversos grupos de oposición se sitúan oficiales del ejército que desertaron de las filas del régimen y se pasaron al Ejército Libre Sirio (ELS), como el coronel Abu Montner al Dohri. “Nuestro compromiso es firme para que se celebren las primeras elecciones municipales libres en marzo del año que viene, y proseguir con los comicios legislativos y presidenciales”, asegura este militar y líder opositor de 62 años, que participó en las fallidas negociaciones de 2017 con el Gobierno de El Asad, auspiciadas por la ONU en Ginebra en busca una salida política al conflicto.
“El Comando de Operaciones del Sur no va a hacer una purga de oficiales y altos cargos, como la que se produjo en Irak en 2003 tras la caída de Sadam Hussein. No vamos a cometer el mismo error. Tan solo 162 generales y responsables del régimen acusados de crímenes de guerra tendrán que responder ante la justicia”, advierte. “En este momento, nuestra principal tarea es garantizar la seguridad ciudadana y los servicios públicos”, detalla en su residencia de Deraa, escoltado por algunos de los milicianos del ELS con los que entró triunfante en Damasco el pasado fin de semana, en la ofensiva que forzó la huida de El Asad, en una tenaza envolvente con las fuerzas del grupo islamista Hayat Tahrir al Sham, que avanzaban desde el norte.
El coronel Al Dhori forma parte del llamado Comité de la Centralidad, que integra a la mayor parte de la oposición prodemocrática, y también coordina a grupos armados tan diversos como los batallones de los drusos (minoría religiosa de Oriente Próximo) de Suwaida (sureste) o a la Octava División islamista de Quneitra, en la frontera suroriental con los Altos del Golán sirios, ocupados por Israel desde 1967. Bajo su mando, las facciones de la nueva Siria permanecen cohesionadas en el sur, a pesar de que algunos de sus miembros mantienen lazos con países enfrentados entre sí durante el conflicto sirio. La unidad parece imperar en Deraa, por ahora.
Más allá de la frontera imaginaria de la calle de Bosra, el distrito de Al Balad sigue siendo el epicentro fundacional de la Primavera Árabe siria. La detención y brutal tortura de un grupo de adolescentes, a quienes la mujabarat (policía política) llegó a arrancar las uñas por haber pintado consignas contra El Asad en un muro, fue el detonante de masivas protestas desencadenadas desde la histórica mezquita de Omari. Vestido con su mejor túnica tradicional, el comerciante Mahmud Almarsi, de 66 años, acaba de regresar por primera vez desde Irbid (norte de Jordania) tras un lustro de exilio. “No sabemos cuándo podremos regresar a Deraa, nuestra casa está en ruinas”, musita antes del rezo del mediodía en el templo islámico del siglo XII, coronado por un authentic alminar techado.
La salida de la oración de la mezquita de Omari coincide con el closing de la jornada escolar. Niños y niñas de tercero de primaria se han pintado en la cara la bandera verde, blanca y negra, y con tres estrellas, enarbolada por la oposición al régimen. Entre gritos y sonrisas, se arremolinan en torno al fotógrafo de EL PAÍS, como protagonistas de la nueva Siria, que ellos encarnan mejor que nadie. Todos acuden en algarabía hacia el objetivo de la cámara. Menos uno, que se distancia de sus compañeros. Mohamed Ammet tiene también ocho años, como casi todos ellos, pero el año pasado perdió una mano y sufrió heridas en la cara al estallarle una mina sembrada por el ejército common en Al Balad mientras estaba jugando.
Los hijos de Yalal Ayden, un instalador de fuel de 50 años, ya no juegan en la calle: pastorean las cabras de su padre en las cunetas de Al Balad. Ayden tiene que alimentar a los 12 vástagos que ha tenido con sus dos esposas, el menor de apenas dos años. “La leche y el queso vienen bien para una familia numerosa, y también vendo algún animal para carne”, refiere complaciente. “Saldremos adelante. En la nueva Siria necesitamos paz y seguridad, pero también democracia y honradez en la economía”, enumera deseos compartidos por muchos de sus compatriotas. “Sobre todo, no necesitamos más odio, más división”, concluye rodeado de sus hijos menores y parte de su rebaño, “tenemos miedo de que se frustren nuestras esperanzas”.
Las casas arrasadas, las fachadas ametralladas, los edificios públicos perforados por la artillería que jalonan la calle de Bosra y el distrito de Al Balad conforman un mausoleo del horror de casi 14 años de guerra. El conflicto se ha cobrado medio millón de vidas y el desarraigo de más de la mitad de los sirios (una cuarta parte en la diáspora exterior).
Cuando se le pregunta al coronel Al Dohri, al timón del Comando de Operaciones del Sur, cómo van a reconstruir los sirios un país en ruinas, la respuesta es tajante: “Sin ayuda internacional masiva nunca podremos”.
Investido del rigor de los popes griegos, el sacerdote ortodoxo Georges Tesjosh, de 53 años, habla con suaves maneras en la iglesia de la Anunciación de Deraa. “No dejo cerrada la puerta con llave, los musulmanes nunca han violado este lugar sagrado”, asegura el presbítero del rito de Antioquía, educado en el seminario de Damasco y originario de Deraa. “Nadie distingue aquí a su vecino por la religión; los cristianos llegamos a Siria mucho antes que los musulmanes y no nos iremos nunca. Somos respetados porque fórmanos parte de este país”, duplicate convencido antes de reconocer que la amenaza yihadista se ha cebado con su comunidad religiosa, que ha visto cómo pasaba del 10% de la población antes del conflicto a menos de la mitad ahora: “En Deraa quedamos unos 240 cristianos, entre ortodoxos, católicos y anglicanos”.
El templo permanece vacío en plena jornada laboral, pero en el taller de arreglos de costura situado frente al atrio los clientes hacen cola. “Necesito 100 banderas nuevas para mi comercio del centro”, precisa uno de ellos, que las adquiere a 200.000 libras sirias (1,5 euros) la pieza. “Apenas ganaba para vivir como sastre de barrio, pero desde hace una semana no paro de trabajar”, reconoce agotado Nayib Bashir, de 26 años, mientras sus clientes observan asombrados cómo encaja con la máquina de coser las piezas de la enseña de la nueva Siria y las entregas recién cosidas.
Una gigantesca bandera como las que confecciona Bashir atraviesa la fachada de la sede de la gobernación provincial. La vigilan grupos de jóvenes vestidos con ropa deportiva e casual. Parecerían porteros de discoteca si no fuera por los correajes repletos de cargadores y el Kaláshnikov de culata corta terciado sobre el pecho.
“Tengo ya 30 años, estoy cansado y con dos hijos, y quiero dejar el fusil para volver a la universidad”, reflexiona en voz alta uno de los jóvenes que protegen la gobernación provincial, tocado con la boina de los milicianos del ELS. Suleimán Estrejan tuvo que abandonar hace más de una década los estudios de Sociología a causa de la guerra. “El conflicto llega a su fin; a cada uno nos toca construir la nueva Siria”, resume, para después compartir el deseo profundo que le ha acompañado durante años de combates: “No habría nada mejor para mí que volver a las aulas y decir adiós a las armas”.