La historia de Saló es larga y compleja. Un largo viaje desde la época romana hasta el nacimiento del Estado italiano, pasando por el rastro de la República de Venecia. Para la mayoría de gente, sin embargo, es el lugar donde agonizó y murió el fascismo. Un pueblo en el norte de Italia, a orillas del lago de Garda, donde los últimos estertores del régimen se cebaron contra la población italiana, pero también contra sus propios impulsores. Benito Mussolini, “un cadáver ambulante”, según sus propias palabras aquellos días, acató obedientemente las órdenes de Hitler y desde el 23 de septiembre de 1943 trató de prolongar la melodía de un sistema y una ideología que se extinguía como lo harían ellos dos: uno colgado boca abajo en el piazzale Loreto de Milán y el otro, muerto de un disparo en la sien en su Führerbunker. El problema es cómo contar esos días, desde qué óptica y a partir de qué lugar. Saló, atrapada durante años por su pasado, decidió a finales de 2023 asumirlo e incorporar al museo de la ciudad toda una planta dedicada a aquellos oscuros 600 días. Pero muchas heridas siguen abiertas en Italia y la polémica lo ha acompañado desde entonces.
El viernes 23 de febrero llueve a cántaros y prácticamente no hay nadie por las calles de un pueblo de 10.375 habitantes, en la famosa Riviera dei Limoni, que sufre en invierno las inclemencias de la estacionalidad turística. En casi cada rotonda se anuncia lo que a finales del año pasado fue el gran evento que volvió a poner al municipio en el mapa internacional: El último fascismo 1943-1945. La República Social Italiana. El MuSa, el estupendo museo cívico de la ciudad, decidió dedicar su última planta a una muestra permanente que recordase lo que ocurrió aquí al closing de la II Guerra Mundial. Pero no todo el mundo comprendió esta iniciativa historiográfica y museística. Algunos lo consideraron innecesario, peligrosamente celebrador. La Asociación Nacional de Partisanos de Italia (ANPI) protestó y la tildó de “operación hagiográfica”. Otros, simplemente, lo vieron como un episodio más de este pueblo lombardo que debía mostrarse con frialdad histórica. Lo único claro hoy es que no había nada parecido en Italia. Y que ha sido un éxito que ha permitido que el museo haya duplicado sus visitas.
La República Social Italiana constituyó un desesperado intento de Hitler por prolongar la vida de un régimen agonizante. Mussolini se convirtió tras su liberación en un títere del alemán, una suerte de triste y deprimido mariscal Pétain italiano, controlado a todas horas por soldados nazis en la villa Feltrinelli, una mansión en Gargnano (al norte del lago), transformada hoy en lodge de lujo. El territorio, una suerte de protectorado alemán escogido por su estratégica situación, abarcaba casi todo el norte de Italia y su capital de facto estaba en Milán. Sin embargo, aquel Estado fantasma, solo reconocido por Berlín, recibió popularmente el nombre de Saló porque el Ministerio de la Propaganda, así como el de Exteriores, se encontraban en la pequeña localidad y todos los comunicados que se emitían aquellos días se firmaban con el nombre de la ciudad. De ahí, entre otras cosas, que Pier Paolo Pasolini imaginara su película Saló o los 120 días de Sodoma, una alegoría de lo que aquel invento y aquellos días causaron en la salud emocional de la población. “Desde luego ese no period el lugar en el que yo vivo”, apunta Gianpiero Cipiani, alcalde de la ciudad por una lista ciudadana de la derecha, que acompaña a EL PAÍS durante una visita a la exposición. “Esa película no dio una buena imagen de la ciudad y nada de lo que se cuenta ocurrió aquí”, insiste.
La muestra es amplia, interactiva y contiene muchos documentos fascistas: panfletos, grabaciones, carteles de propaganda, figuritas y bustos… Arranca con la liberación de Mussolini de la cárcel de Campo Imperatore (Abruzos), el 12 de septiembre de 1943 mediante una operación alemana con paracaidistas y termina con la muerte del Duce y la exhibición de su cadáver junto al de su amante, Claretta Petacci. Uno de los espacios permite sentir un bombardeo de los aliados en un refugio antiaéreo y en otro aparecen los carteles de la propaganda nazi contra los judíos. La mirada es neutra y rigurosa, pero quien quisiera verlo desde una óptica nostálgica, es inevitable, encontraría algunos elementos. “Discrepo”, señala Lisa Cervigni, directora del museo. “Un comité de historiadores trabajó durante dos años para dar una narración a estos 600 días. Esperábamos las críticas porque todos somos sensibles a estos argumentos y en Italia esta historia quizá todavía no ha sido metabolizada, y lo hemos visto con la respuesta de la gente. Creo que es una curiosidad que nace de una herida abierta”.
La técnica historiográfica en sí misma no basta para convencer a algunos de los detractores. Antonio Scurati es autor de la aclamada trilogía sobre Mussolini y una de las máximas autoridades hoy en dicho periodo. Está a punto de lanzar el cuarto volumen y prepara ya el quinto y último, que se basará, precisamente, en el capítulo de Saló. “El problema de estas conmemoraciones es que llegan en un momento en el que el Gobierno lanza una ofensiva revisionista en torno a la historia, empezando por la presidenta del Consejo [Giorgia Meloni], que no pierde ocasión mostrarse de parte. Y estas muestras en este contexto histórico, más allá de lo que propongan a los visitantes, sustentan ese revisionismo y evitan que se haga cuentas con el pasado”, apunta Scurati.
“Lo que levanta más sospecha es donde tiene lugar. Un museo histórico del fascismo se debería hacer con rigor y una lectura crítica del pasado, con la marca del mal. Pero si tú lo haces en Predappio [donde está enterrado Mussolini y se forman cada año peregrinaciones de nostálgicos] toma un significado distinto, aunque tus intenciones sean otras. Y lo mismo ocurre en Saló”.
La perspectiva desde la que se cuentan los hechos determina la polémica que envolverá cualquier retrato de un periodo como el fascista e influye también en el proceso de superación de esos episodios. Italia ha aplazado durante años esa pacificación, al menos emocional y políticamente. Y en esa falta de toma de conciencia colectiva, cree Scurati, influye el haber relatado siempre los hechos desde la óptica de las víctimas. “Es una narración que fundamenta nuestra constitución democrática. Una narración necesaria y sagrada, pero que ha dejado en la sombra la cuestión de la responsabilidad y el sentido de la culpa, que se construye solo desde la perspectiva de que fuimos fascistas, y no desde la posición simbólica del antifascismo. De lo contrario, el fantasma sigue ahí. Y lo demuestra las elecciones democráticas, en las que un grupo procedente del neofascimo ha tomado el poder”.
El alcalde, que decidió mantener la ciudadanía honoraria a Mussolini, discrepa de esta concept y defiende que el museo pueda contar su pasado sin ninguna sospecha. “Aquí recogemos todos los pasajes de la historia. Y está claro que también están los 600 días de la República Social Italiana. No podíamos no contarlo. Sería una carencia. Hemos usado un comité técnico científico con estudiosos de ese periodo con orígenes ideológicos distintos. Creemos que lo hemos hecho de manera serena, sin abrazar ni a una parte ni a la otra. Fue un periodo dramático en el que se cometieron errores, pero eso no debe impedir contarlo. De lo contrario, seríamos como los talibanes”.
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