Lo bueno, y lo malo, de llevar tantos años observándolo es que, aunque te sorprendan ya pocas cosas del prójimo, otras no acabarán nunca de dejarte de piedra. Una es la hipocresía ajena, ya que la propia es invisible a los propios ojos. Los míos han visto a señoras superprogres deplorar las condiciones de trabajo de las kellys y confesar, en confianza, que pagan en negro a la persona que le limpia el culo a su padre porque, chica, darla de alta sale por una pasta. Y a señores superconservadores tratar con suficiencia de archiduque a los camareros del mismo cóctel en el que se arrastraban cual babosas hasta el árbol al que había que arrimarse para seguir en la pomada. Sí. Lo bueno, y lo malo, de llevar tanto tiempo tratando con perros de todo pelaje es que los tienes calados por encima de sus collares. Por eso, en el debate sobre si los perceptores del nuevo salario mínimo tienen que tributar a las arcas públicas, más que el oportunismo de unos y otros, me alucina la soberbia con la que hablan de las vidas de otros, como si pudieran ponerse en sus zapatos. Hipócritas todos.
Los socialistas porque, en el fondo de su corazón, saben que imponer impuestos a quien menos gana sin subírselos a quien más tiene ofende a sus mismísimas siglas. Los populares porque, habiéndose opuesto a toda subida del SMI bajo augurio de plagas bíblicas, ahora van de abogados de los pobres sin más acceso a la ingeniería financiera que la proeza de sobrevivir con 1.184 euros brutos. Y no, esto no es ni pedagogía ni demagogia. Claro que se puede ser de izquierdas y comer gambas y percebes y viajar en primera y tener un casoplón en la sierra si puedes pagártelo. Y ser de derechas, tener conciencia social y estar al corriente de tus impuestos. Lo que debería darles vergüenza a todos es considerar a 2,4 millones de trabajadores como inputs de una tabla de Excel y no como a personas. Estamos hablando de una subida de 50 euros brutos mensuales. Menos que lo que cuesta una comida sin vino ni postre en uno de esos restaurantes de los alrededores del Congreso en cuyos reservados quedan unos y otros para acercar posturas. Lo sé porque los he visto. Y no se atragantan.