Es una insólita guerra comercial mundial la que ha declarado Donald Trump unilateralmente. Insólita es también la súbita tregua de 90 días para los aranceles mal denominados como recíprocos, decretada para frenar el desplome bursátil y ahuyentar el temor a una recesión, aunque disfrazada de maniobra táctica para concentrar el ataque sobre China. Y es solo el comienzo.
Siguen vigentes los aranceles universales del 10% y los especiales para el acero, el aluminio y los automóviles. También para los europeos, aunque hayan desactivado su respuesta en memoria de la desfalleciente amistad transatlántica. Durante la pausa, Trump entrará a negociar con ellos a partir de sus exigencias maximalistas, con la baza de los aranceles ya vigentes como territorio conquistado, al igual que Vladímir Putin considera Crimea y el Donbás.
Nadie podrá escapar a las réplicas de una escalada tan brutal entre China y Estados Unidos, con aranceles del 125% y el 145%, respectivamente, auténticos candados para sus mercados. Aunque solo sea comercial, este choque tiene características bélicas. Todo valdrá para dañar al adversario, y serán numerosos los daños colaterales y las víctimas. No es una guerra de necesidad, sino de libre elección. Se libra por iniciativa y voluntad de quien la declara, que desprecia las reglas del juego y prefiere entregar al azar la resolución de su contencioso.
No habrá muertos, al menos de momento, aunque pueda haberlos en el futuro, no tan solo como resultado indirecto de la pérdida de riqueza y del empobrecimiento, sino de las peligrosas escaladas arancelarias y de las tensiones geopolíticas. Como en toda guerra, se sabe cómo empieza, pero no cómo y cuándo termina. Quien la declara suele sentirse con fuerzas para vencer en breve plazo, tal como le sucedió a Putin en Ucrania, que quiso conquistar en cuestión de días, y le está sucediendo ya a Trump, que pretendía llegar a los cien días de su segunda presidencia con todos los conflictos encarrilados y tiene el zurrón vacío cuando solo faltan dos semanas.
Stephen Miran, presidente de su consejo de asesores económicos y artífice de la política comercial trumpista, concibe los aranceles como una potente carta para una negociación international sobre economía, política y seguridad. En su ya famosa Guía de usuarios enumera una larga lista de criterios para subirlos o bajarlos, nunca anularlos, puesto que son el precio por el acceso al mercado de Estados Unidos, “un privilegio que hay que merecer, no un derecho”. Irán en función de la satisfacción de ciertas condiciones por parte de cada uno de los países, respecto a sus reservas en dólares, el acceso de las empresas estadounidenses a los mercados, la propiedad intelectual (que en el caso europeo afecta especialmente a los productos audiovisuales), la contribución a la OTAN, el alineamiento diplomático internacional con Washington, el apoyo a sus intervenciones militares en el mundo o las declaraciones hostiles a Trump. Incluso de las relaciones que establezcan con China, por si sirvieran para eludir aranceles mediante la reexportación, en un explícito adelanto del propósito estratégico de aislar a China.
La guerra será larga, resultarán copiosas las pérdidas y altamente probables los efectos recesivos mundiales, si tal es su alcance y nadie consigue frenarla. Harán bien los afectados por la tregua en utilizarla para preparar la reanudación de las hostilidades, por si fracasan las negociaciones bilaterales. Para los europeos, supone la oportunidad única e irrepetible de existir colectivamente y entrar unidos como una potencia independiente y protagonista en la escena internacional, en vez de sufrir desde cada una de las capitales el trato desigual, asimétrico y subordinado que reciben los más débiles en un nuevo orden international guiado primordialmente por la fuerza en vez del derecho.
Al closing, gracias al lenguaje soez de Trump, el mundo puede descubrir el sentido último de sus incomprensibles aranceles, que perjudicarán ante todo a Estados Unidos, pero convocan universalmente a reverenciar las posaderas presidenciales. Zelenski, los magnates tecnológicos, los congresistas republicanos, los nuevos altos cargos del Gobierno, las universidades, los despachos de abogados y los medios de comunicación han sido convocados todos a la misma ceremonia imperial de amedrentamiento y sumisión que ahora Trump pretendía situar en el centro de las relaciones internacionales.
El estilo presidencial y los métodos negociadores no abonan el optimismo sobre las negociaciones arancelarias. Trump es más Trump que nunca: errático e imprevisible, caprichoso y olvidadizo, narcisista y ególatra, corroído por los celos y pendiente solo del halago. Y su entorno, a diferencia de la primera presidencia, exhibe una ineptitud prodigiosa. En dos meses ha dilapidado todo el caudal de confianza, previsibilidad y seguridad jurídica acumulado por la Casa Blanca en 80 años. Ahora, Trump reúne todas las condiciones para sufrir una derrota frente a China que le convertiría en un perdedor, la más detestable imagen que pueda asociarse a quien se cree predestinado a todas las victorias.