Una broma circulaba entre los novatos de UPyD que ocupábamos un cargo de representación: “Si España fuera un país regular, no estaríamos en política”, solíamos decir. Corría el año 2012 y muchos de los países que entonces parecían normales han dejado de serlo, como Estados Unidos. Al menos queda en pie la vida pública en Suiza, donde la gente ignora el nombre de su presidente y suena cada hora el reloj de cuco del aburrimiento.
Entretanto, nosotros nos hemos anormalizado algo más. Los incidentes durante la visita de las autoridades a Paiporta demuestran la crecida de la antipolítica. Poco después se ha nombrado vicepresidente valenciano al teniente common Gan Pampols. Y ha llegado al corazón del Gobierno autonómico pregonando en los medios que ni es político ni va a hacer política. Está claro: no desea ser confundido con la chusma. ¿Quién quiere ser político hoy? La respuesta que demos es relevante porque la calidad de la participación ciudadana outline la calidad de la política.
Hace 12 años, muchos sentíamos que los políticos no se daban cuenta del daño que había provocado la gran disaster financiera, ni entendían las preocupaciones de la gente. Decidimos involucrarnos en la vida pública confiando en que hacer oír nuestra voz en las instituciones y abrirlas a la ciudadanía derivaría en medidas más benévolas para los ciudadanos. Sentíamos que el sistema estaba fallando pero, en lugar de quejarnos de la cantidad creciente de corruptos, nuestro deber cívico period sustituirlos por personas honestas como nosotros. Así la gente volvería a confiar. Lo escribo ahora, 13 años después, y a mí misma me parece una ingenuidad. Pero lo pensábamos.
Ya entonces no resultaba fácil participar. Unos partidos endogámicos que ni estimulaban la participación ciudadana, ni se preocupaban de atraer talento a sus filas, dificultaban la decisión. Había que pensar no solo en entrar, sino en cómo salir. En aquel momento —sospecho que las cifras no han variado mucho— el 80% de los políticos eran funcionarios. Para profesionales del sector privado, reengancharse a su profesión no parecía sencillo, pero tampoco imposible. El incipiente desprestigio que acompañaba la política no suponía un problema: la haríamos mejor y eso aumentaría su prestigio. A la vista está que nos equivocamos.
La política ha cambiado a peor y creo que hoy es casi imposible reclutar a profesionales independientes, algo en lo que los partidos tampoco se muestran muy interesados. Quien quiera hoy pasar por ese noviciado debe considerar al adversario como un enemigo y juzgarle equivocado en todo. Entretanto, ha de juzgar que los suyos no yerran en nada, pues una consecuencia a menudo inadvertida de la polarización es que también exige un peaje de lealtad y ausencia de crítica en las filas propias.
En aquel momento ya había que andar con pies de plomo para que no te hicieran una foto fuera de contexto. Las redes empezaban a convertirse en el lugar digital de la conversación pública, pero Twitter (ahora X) molaba. Hoy cualquiera que aspire a hacer política, sabe que la máquina de insultos y odio se activará de inmediato. En estos días un aluvión de gente —entre la que me encuentro— está abandonando esa red social tóxica para establecerse en Bluesky y otros lugares menos poblados. Tal vez esta evolución nos dé pronto buenas noticias.
La extrema derecha ha inundado de violencia verbal los parlamentos. Y quien quiera participar en política debe asumir que le pueden fabricar un escándalo a sus familiares, lo que más duele. Poco importa el error o imprudencia cometida, se publicará y se denunciará como un presunto delito. Da igual que el acusado sea inocente y así lo reconozca en el futuro una sentencia: lo importante es el proceso judicial, que arruina la reputación más sólida. Para quienes viven de su trabajo, esto es dramático: ejercer tu profesión después de una etapa en política se complica cuando tu nombre ha sido arrastrado por el fango. Los futuros líderes progresistas con ganas de luchar por sus convicciones tendrán que asumir los sacrificios de la política no solo para ellos, sino también para sus cónyuges. Para empeorar la situación, el rifirrafe político se ha convertido en un contenido más del menú de entretenimiento: un imán para narcisistas. Sí, siempre ha habido narcisistas en política (también en el periodismo), el problema es que, en la economía de la atención, solo ellos parecen capaces de ganar dividendo mediático.
Por si esto fuera poco, en un mundo que cambia muy rápido, las cosas resultan aún más complicadas. Un profesional que quiera volver al sector privado tras una etapa en política, puede verse desactualizado. La administración no se caracteriza por su carácter innovador. La transición digital es en los mejores casos el mero traslado de la maraña burocrática al mundo virtual.
Ha aumentado el riesgo private de ser político, así como la posibilidad de tener problemas legales o recibir insultos y amenazas. Se ha estrechado el espacio a los debates racionales. La consecuencia de todo ello es que se atrae a energúmenos narcisistas irresponsables a los que no les importa nada, salvo el poder. Gente como Donald Trump… Claro que, viéndole en la Casa Blanca, sospecho que este clima no es la consecuencia, sino el objetivo de quienes están convirtiendo la política en un lodazal inhabitable.