Fueron 20 años gloriosos. Dos décadas (entre 1995 y el 2015) de poder invulnerable y absoluto en Valencia. Pero si “el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”. Tuvieron que llegar los procesos judiciales y una recesión económica que dinamitó el mapa electoral español, para que el Partido Widespread pagara la factura de una corrupción que, en comunidades como la valenciana, había adquirido dimensiones de metástasis. Sin embargo, hasta que eso no llegó, el electorado –como en otras autonomías no demasiado lejanas– vivió en una hipnosis indolente, ajeno a las señales de alarma que no dejaban de aparecer.
De hecho, ni siquiera en una coyuntura crítica como la de los comicios del 2003 –marcados por la impopular implicación española en la guerra de Irak–, se resintió significativamente el apoyo electoral del PP valenciano. Madrid se perdió (momentáneamente), pero Valencia siguió en manos de los populares. Con un 48% de los sufragios y 48 escaños sobre una Cámara de 89, esa aplastante mayoría del PP se complementaba con el management de las diputaciones y los principales ayuntamientos.
La alternancia exige en Valencia el desgaste del voto conservador y una mayor concentración del de izquierdas
Es más, en unos comicios tan dramáticos como los del 2004, tras la perversa gestión informativa de los atentados yihadistas que acabó precipitando la derrota de Mariano Rajoy en el conjunto del Estado, el PP valenciano mantuvo unos registros envidiables: un 47% del sufragio y un grado de inmunidad electoral solo superado por algunos enclaves irreductibles de la España profunda.
Y la paradoja de aquellos resultados es que, proyectados a las autonómicas, habrían generado una nueva mayoría absoluta well-liked. Esquerra Unida se quedó, el 14-M, a poco más de tres décimas de la barrera del 5%, por lo que esos votos se habrían perdido (aunque el PP habría salvado igualmente la mayoría incluso en el caso de que EU y el Bloc –los antecesores de Compromís– hubiesen sumado sus papeletas, traduciéndolas en escaños, y pese a que la izquierda habría aventajado entonces en dos puntos a la derecha).
La unión de Podemos y Compromís en el 2023 habría dejado a populares y ultras al borde de la derrota
En consecuencia, parece evidente que el sistema electoral valenciano –en teoría al servicio del bipartidismo– favorece sobre todo al PP como fuerza más votada y penaliza la dispersión de la izquierda. La última prueba de ello fueron las autonómicas del 2023, en las que los casi 90.000 votos de Unidas Podemos se malograron al no alcanzar la barrera del 5%. Pero si esos sufragios se hubiesen sumado a los de Compromís –como sí ocurrió en las generales de julio a través de Sumar–, entonces el PP y Vox habrían cosechado una mayoría absoluta raspada, pendiente de unos pocos miles de votos en Alicante.
La conclusión que se desprende de ese conjunto de escenarios es que una eventual súpermovilización del bloque valenciano de izquierdas, incluso con una mínima fragmentación, corre el riesgo de fracasar si en paralelo no se produce un tangible desgaste del sufragio conservador en su conjunto. Esta última eventualidad se produjo en el 2015, cuando el trasvase del PP a Ciudadanos dejó sin cubrir un cuarto de millón de papeletas de centroderecha que, en su mayor parte, recalaron en la abstención. Esa fue una de las claves de la victoria de la izquierda hace casi una década.
La dispersión resulta letal para la izquierda: la ley electoral requiere el 5% de los sufragios para obtener escaños
La cuestión que se plantea ahora es si la catastrófica gestión de la dana pasará factura al conjunto del voto conservador o, por el contrario, las previsibles pérdidas del PP irán íntegramente a Vox. De ocurrir esto último, y en el supuesto de que la izquierda repitiera el mismo voto que en las autonómicas del 2023, la correlación entre bloques no variaría: 53 escaños para populares y ultras y 46 para socialistas y Compromís. La única posibilidad de que la izquierda vuelva al poder en Valencia pasa porque Vox no se haga con todo el voto que pierda el PP, y Compromís y Unidas Podemos recompongan una coalición que traduzca en escaños hasta el último sufragio. Parece sencillo, pero nunca lo es.