Hay varias notas destacables en el modo en el que Donald Trump está ejerciendo su presidencia. La principal es la obsesión por acaparar toda la atención mediática posible. Todo el mundo, en un sentido literal, debe estar pendiente de sus decisiones; no puede hablarse ni discutirse de otra cosa; lo que ocurra en el Despacho Oval debe formar parte de nuestras vidas como el comer o dormir. Mantener esta dinámica de continua omnipresencia requiere, como es lógico, el recurso a todos los trucos de la política como espectáculo. Y con ello no me refiero solo a la extravagante escenificación de sus decisiones valiéndose de fullerías como esa tabla en la que presentó el “menú” de los aranceles por países o bautizando su empeño como el “Día de la liberación”. Si así consiguió captar tanta atención es por la naturaleza penalizadora de sus medidas, por la crueldad, el sadismo incluso, con el que se presentó como justiciero common, atribuyendo premios y castigos en función de lo que considera que es lo justo para su país. Trump como Moisés presentando al mundo las tablas de sus mandamientos, inspirados en la ira de Yahvé. En este caso, erigiéndose en representante de la furia vengadora frente a quienes supuestamente han venido mangoneando (push round) a Estados Unidos, el resentimiento patológico de quien se siente agraviado de forma permanente.
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