El año ha empezado con un atentado en Nueva Orleans que ha dejado al menos 15 muertos y con la explosión de un coche en Las Vegas delante de un lodge de Donald Trump en la que falleció el conductor. No son buenas señales ante lo que se nos viene encima, el panorama es bastante desalentador. En Estados Unidos, las maneras arbitrarias y caprichosas de Trump se instalarán de nuevo en la Casa Blanca después de dejar turulatos a los demócratas tras su aplastante victoria en las elecciones de noviembre. Y Maduro conservará el poder en Venezuela, a pesar de lo que quiera hacer la oposición, y lo hará sin haber mostrado el resultado que dieron las urnas en su país y riéndose abiertamente de las reglas de la democracia y de los países que las defienden.
Europa da señales de una alarmante fragilidad. No hay en Bruselas nada que se le parezca a una firme voluntad común de enfrentarse a asuntos tan importantes como la guerra en Ucrania o la llegada de millares de inmigrantes que buscan en el viejo continente un futuro mejor. Francia y Alemania pasan, además, por momentos difíciles. No es fácil imaginar el tipo de papel que le tocará representar a la Unión en el nuevo mundo que parece estar configurándose, y en el que, con tantas turbulencias internas, es posible que tenga poco que decir. Luego está el polvorín de Oriente Próximo: los desmanes brutales de Israel, el horror que viven los palestinos, la radicalidad arcaica del régimen de los ayatolás, la incierta situación de Siria. Etcétera. Ruido por todas partes, inestabilidad, conflictos que se quedan enquistados y que no parecen tener solución.
Y todo ocurre en un marco en que la llamada comunicación se rige por las emociones y los estados de opinión que imponen las redes sociales donde la realidad desaparece y se instalan los relatos que la interpretan. No hay ya manera de enfrentarse a lo que ocurre sin las historietas que ocultan los hechos y los maquillan y deforman. “El propósito del arte es revelar las preguntas que han sido ocultadas por las respuestas”, decía el escritor James Baldwin.
Ahora hay solo respuestas, podría decirse, y en vez de pedirle al arte que revele las preguntas, quizá habría que insistir en que esa es también tarea propia de la información. Dar cuenta lo que hay más allá de los envoltorios. La cita de Baldwin la recoge Mariano Peyrou en Free jazz (Anagrama), un breve libro que publicó hace unos meses. Hubo un momento, a finales de los cincuenta, en que los músicos afroamericanos dieron un golpe en la mesa para romper la dinámica de las cosas y reclamar un poco de anarquía frente a la melodía que gobernaba los sonidos hasta hacerlos irrelevantes. Los relatos que ahora se imponen tienen la consistencia de esa melodía que se elabora para ocultar las aristas y la complejidad y ambigüedad de cuanto sucede. El free jazz, explica Peyrou, “señala el conflicto”. Es una manera de decir que no hay por qué tragar con una versión empaquetada de las cosas, tampoco con las que proponen los políticos. Y no importa tanto, en este contexto, la manera en que el free jazz procedió para trastocar las reglas de juego. Lo que tiene que tomarse casi como prescripción médica, y no tanto como parte de una lista de buenos propósitos para este 2025, es la necesidad de volver a los hechos. Escuchar las disonancias, mirar de frente el desorden y el caos, aceptar el ruido, y no contentarse con un amable cuento que certifica nuestros prejuicios.