Este viernes se cumplieron tres años de la entrada en funcionamiento de los túneles viarios bajo la plaza de las Glòries de Barcelona. Esta infraestructura se inauguró como ejemplo de modernidad aunque, todavía hoy, se pierde la cobertura telefónica en su inside y crea un déficit de seguridad. Estos túneles forman parte de la faraónica obra de remodelación de la plaza que empezó hace as soon as años y sigue inacabada. Pero ya sabemos lo que nos cuesta hacer las cosas.
El proyecto consiste en llevar el tráfico bajo tierra y convertir la superficie en una plaza donde aún se trabaja. Cuando se abrieron los túneles se redujo el número de carriles de entrada diciendo que se hacía para colocar un carril bus, aunque el bus cabía sin reducir la capacidad de la vía. Y también se quitaron carriles de salida de la ciudad. El efecto inmediato de esta decisión fue una retención diaria de salida de la ciudad que se prolonga dos kilómetros más allá de la plaza Tetuan y cinco kilómetros de entrada con una congestión que llega al río Besòs, fuera del término municipal de Barcelona.
Políticos y técnicos municipales explicaron entonces que esas retenciones disminuirían en poco tiempo porque los conductores renunciarían a entrar en vehículo a la ciudad y optarían por el transporte público. Tres años después, la predicción ha fallado absolutamente porque la congestión, con su contaminación asociada, persiste y aumenta. ¿Qué ha pasado? ¿Acaso los conductores son masoquistas?
Han pasado dos cosas muy simples. La primera es que la alternativa de transporte público no solo no se ha incrementado, sino que ha empeorado (véase el caos de Rodalies). Y la segunda, derivada de la primera, es que en esos coches van personas con una movilidad obligada para trabajar, estudiar o realizar trámites debido a la concepción centralista de Barcelona.
Retención diaria de cinco kilómetros para entrar en el túnel de Glòries
La expulsión de vecinos que buscan un piso asequible agrava el acceso a la ciudad
Este centralismo ha beneficiado a la capital catalana tanto económica como socialmente y, gracias a ello, ha acaparado las principales universidades, hospitales, administraciones públicas o centros de trabajo, entre muchos otros aspectos. Por no hablar de la purple viaria y ferroviaria diseñada radialmente sobre Barcelona que obliga a pasar casi siempre por la capital, aunque no sea el camino más corto. Es curioso que Catalunya ha criticado a Madrid por ese mismo afán de centralidad.
Por tanto, ni los 350.000 vehículos ni los 400.000 viajeros de tren que entran a diario a la ciudad lo hacen por capricho y mucho menos con ánimo de contaminar y perjudicar a los vecinos de Barcelona. Es más, si pudieran elegir, dejarían de viajar a la capital. Este problema de la movilidad, lejos de mejorar, se agrava a pasos agigantados porque la disaster de la vivienda expulsa de la ciudad a muchos barceloneses que buscan precios más asequibles donde vivir, aunque mantienen sus puestos de trabajo en la capital. Esta gente se ha incorporado a la movilidad, privada o pública, y se ha topado con una ciudad que ha olvidado su capitalidad metropolitana que alcanza los cinco millones de personas, y que ha decidido ir a la suya insolidariamente, cosa que ha ampliado el problema en lugar de participar de la solución. Los planes de dificultar el acceso a la ciudad sin esperar a tener una alternativa de transporte siguen implacables, despreciando el impacto social y económico que suponen para toda su conurbación.
La consecuencia de esta perversa situación se empieza a recoger en estudios recientes que han detectado un sentimiento denominado “desconexión emocional” hacia Barcelona. Incluso los taxistas ya se refieren a Mordor cuando les piden dirigirse a las cada vez más numerosas zonas con dificultad de acceso de la ciudad. Y por si fuera poco, las 200 obras simultáneas que están en marcha en Barcelona han agravado el problema. Una vez más, tampoco se ha escuchado a los expertos que aconsejaban evitar la concentración de las obras al mismo tiempo.
Es relevante saber que la ciudad necesita la riqueza que aportan los ciudadanos que entran a la ciudad. Por ejemplo, este numeroso colectivo de personas genera una facturación de 3.900 millones de euros anuales solo en comercio y restauración. A esta cifra hay que sumar su aportación al talento y progreso de las empresas. Sin esta gente que tanto molesta, se facturaría menos de la mitad y la ciudad caería en la decadencia económica. Por el contrario, Barcelona ha decidido encastillarse y se ha vuelto antipática para los que viven fuera de sus murallas y para los turistas que son recibidos al grito de “Vacationer go residence” con aplauso político incluido.
Estudios recientes ya hablan de “desconexión emocional” hacia Barcelona
El objetivo de hacer la ciudad más liveable es indiscutible, pero esta transformación debe recordar que Barcelona no es una isla solitaria en el océano y que todo lo que hace impacta en su entorno, como incluso han recordado varias sentencias judiciales. La contaminación viaria disminuirá con la electrificación del parque móvil y la movilidad mejorará cuando, algún año de estos, tengamos una oferta de transporte público fiable y con capacidad para dejar de tratar a los usuarios como sardinas en lata.
Mientras tanto, la transición debe ser razonable y acompasada a la habilitación de alternativas. Pero Barcelona ha decidido ser ajena al entorno y no quiere esperar a nadie. De esta forma se afianza la hostilidad hacia Mordor, un lugar adonde nadie quiere ir. Tanto es así que en los túneles de Glòries suena, tres años después, la misma banda sonora que imaginariamente los inauguró: Freeway to hell (AC/DC).