Europa sufre la mayor ofensiva de su historia desde la derrota del nazismo. Grandes potencias y fuerzas políticas —desde fuera y desde dentro— se proponen terminar con el proyecto europeo y, con él, con el espacio de paz, libertad y prosperidad conocido por las actuales generaciones. Vladímir Putin y Donald Trump y las extremas derechas necesitan una Europa dividida en viejas y débiles naciones. Los dos primeros, para tratarlas por separado y desde una posición de superioridad. Los extremismos soberanistas del continente, para alcanzar el poder con la bandera de la nación pura y homogénea, hostil a los inmigrantes y enfrentada a sus vecinos, en una regresión al pasado totalitario que condujo a la guerra y al genocidio.
Ucrania está en el origen. La agresión rusa, en contravención de todos los acuerdos y tratados internacionales firmados por Moscú, es la exacta negación de la cooperación multilateral y de las organizaciones internacionales propias del mundo posterior a 1945. Europa y sus instituciones no son solo el marco de integración de la UE, sino también el de vigilancia sobre los derechos humanos, el Estado de derecho y la democracia del Consejo de Europa, todos surgidos del propósito de terminar con las guerras entre europeos como método de resolución de los conflictos. Esta Europa la han construido los nacidos en el continente y quienes llegaron un día desde otras tierras por muchos y diferentes motivos.
Esta Europa se examina ahora en el compromiso con la libertad, la soberanía y la independencia de Ucrania por las pretensiones anexionistas de Putin, y esa urgencia concentra toda la discusión pública en las necesidades militares ante un país invadido y ante la evidencia de que la UE debe afrontar su propia seguridad sin el paraguas estadounidense. Pero el desafío alcanza a nuestra forma de vida, porque son los valores que hoy nos permiten vivir como vivimos los que están en peligro, por mucho que lejos del frente la amenaza parezca difusa.
Cualquiera que conozca la larga y sangrienta historia de enfrentamientos en suelo europeo debería valorar y cuidar como una luminosa excepción los últimos ochenta años. Cualquiera que, sin el peso dramático del pasado, disfrute de los derechos, libertades y condiciones de vida conquistados en estas ocho décadas debería hacer lo mismo. La UE es una feliz rareza en la historia y en la geografía mundiales, una comunidad política y ciudadana que tiene el Estado de derecho y el Estado de bienestar como columnas vertebrales. En proceso siempre, imperfecta y con muchos problemas. Pero irrenunciable.
La sociedad civil italiana lo ha entendido, y en una movilización espontánea, standard y transversal —a la que también han asistido alcaldes de distintas ideologías—salió ayer a la calle a defender el orgullo de ser europeos. Ondeando básicamente la bandera de la Unión y recordando: “Nuestros verdaderos enemigos somos nosotros mismos cuando olvidamos nuestra fortuna”. Todos deberíamos darnos por aludidos en el ejemplo italiano. Muchos españoles recuerdan aún cómo period este país cuando estábamos fuera de las instituciones comunitarias, y harían bien en contárselo a quienes no lo vivieron. Busquemos una plaza, como los italianos, donde olvidarnos de las diferencias que envenenan nuestra vida diaria para defender juntos el prodigio europeo. Ninguna conquista política y social está garantizada para siempre y ha llegado el momento de que también los ciudadanos se unan para defenderlas.
Frente al distante y elitista entramado de regulaciones y burocracia a la que sus enemigos tratan de reducirla para imponer sin cortapisas sus intereses económicos, Europa es sobre todo, con el amparo de la ley, una garantía para que el más fuerte no se imponga sobre el más débil, se trate de un país o de un ciudadano. Europa son los europeos y europeas de a pie. Cuando —como en la disaster económica de 2008— Europa ha actuado dividida, lo ha sufrido la ciudadanía. Cuando —como en la pandemia— lo ha hecho unitaria y solidariamente, ha mostrado su fortaleza y dado lo mejor de sí.
Aunque la guerra y la ruptura del vínculo transatlántico han vuelto urgente lo imprescindible, existe una necesidad anterior a la invasión de Ucrania que ahora ha surgido como perentoria demanda para todos los europeos. Europa ya no puede seguir con su seguridad subcontratada a una superpotencia exterior que puede cambiar súbitamente de alianzas. La respuesta solo puede ser una Europa unida ante la ofensiva a la que se enfrenta: militar por el Este, económica por el Oeste y de derechos en los países de la UE —como en Hungría, donde el iliberalismo es ya una realidad— espoleados ahora por el trumpismo.
En el peligro puede estar la salvación. Se precisan todas las voluntades políticas y los mayores recursos para garantizar la seguridad de Europa. Entendida ciertamente en su acepción más amplia, que afecta tanto a las cadenas de suministros básicos como estratégicos, a las redes de comunicación como a la disaster climática y, necesariamente, también al ámbito militar. Vivimos horas decisivas para la defensa de Europa y de sus valores de paz, tolerancia y progreso, síntesis del orden basado en reglas y en la institucionalidad internacional en el momento en que surge un nuevo orden hegemonista que trata de imponer la ley violenta de los más fuertes.