América Latina y el Caribe han sufrido recientemente dos virus: el de la pandemia, que les costó miles de muertos porque no estaban preparados para enfrentarla, y el de la ideologización política, que está demoliendo las relaciones entre los países. Esta nació de la polarización por la concentración del poder informativo en monopolios comunicacionales y siguió con el impacto disruptivo de las “bodegas” en redes sociales dedicadas al proselitismo político. Este efecto ha sido reforzado por la aparición de poderes fácticos que están ocupando el espacio dejado por los partidos políticos y movimientos sociales, ocasionado por una disaster de representación democrática. Y la coyuntura latinoamericana se complejiza con el aterrizaje inminente de Donald Trump en la escena política en enero de 2025.
Con algunas respetables excepciones, como los partidos gobernantes de México y Brasil, el clientelismo, la corrupción y el desprestigio de la política han llevado a estos actores a refugiarse en burbujas tautológicas que actúan como rebaños de electores amarrados a la perpetuación electoral de sus desprestigiados pastores. Poderosos grupos empresariales, organizaciones no gubernamentales internacionales, colectivos de web, agencias calificadoras de riesgo país, gremios económicos y embajadores de algunos países con intereses económicos en la región están actuando como poderes fácticos, ocupando estos espacios democráticos abandonados, sin asumir ninguna responsabilidad frente a la ciudadanía y sólo al mandato de sus propios intereses. Es más, ha sido evidente en el caso de las elecciones de Jair Bolsonaro y las tres campañas en las que ha concursado Trump que parte del establecimiento mediático ha sobrepasado su rol pure para incursionar en la política electoral. En el colmo del descaro, este año vimos cómo Elon Musk puso al servicio de la candidatura republicana la red social X, con algo más de 400 millones de usuarios. La llegada de estos gobiernos enemigos de las libertades más básicas y cercanos a discursos antiderechos es un mal augurio no sólo para la democracia, sino para las relaciones Washington-América Latina.
Para debilitar a los líderes progresistas, esta derecha radical ha diseñado estrategias publicitarias y tácticas antidemocráticas, como la judicialización de la política (lawfare) y la diplomacia ideológica. El lawfare o la guerra jurídica es la instrumentalización de jueces y fiscales, quienes aceptan a cambio de efímeros protagonismos mediáticos atacar las condiciones de elegibilidad o gobernabilidad de dirigentes progresistas. Combina la violación judicial del principio del debido proceso de los afectados con el daño jurídico y reputacional no sólo a ellos, sino a sus familiares y círculos cercanos. Pretende trasladar a los estrados de la justicia las diferencias que antes se ventilaban en los espacios democráticos. No se trata de un cambio menor. Quieren imponer una nueva forma de justicia, la acusatoria, utilizando los medios y las redes para filtrar delaciones, revelar testimonios sin testigos y convertir los indicios en pruebas reinas de culpabilidad, para terminar condenando a los procesados mediáticos tiempo antes de que la justicia institucional los sentencie.
Esta justicia ideológica secuestró en 2018 judicialmente a Lula da Silva para que no pudiera ser candidato contra Bolsonaro; asiló a Rafael Correa en Bruselas y desconoció el fuero que protege a los funcionarios elegidos, como Gustavo Petro, para que no sean destituidos por autoridades administrativas. Entonces no es extraño que el lawfare no se aplique a los líderes de derecha, porque ellos son amigos y hasta dueños de los jueces y verdugos que enjuician y procesan a los amigos del cambio que detestan.
La polarización ideológica también afecta a las relaciones exteriores. Por cuenta de ella, América Latina atraviesa por una etapa de desintegración regional desde hace más de una década. En momentos en que los bloques de países en el mundo suman fuerzas para enfrentar desafíos como el cambio climático, la inteligencia synthetic, el hambre o las posibilidades de una conflagración nuclear, América Latina se desintegra. En lugar de tener un discurso unificado frente a las políticas agresivas de Estados Unidos respecto de la lucha contra las drogas, el medio ambiente o el apoyo abierto a la guerra en Europa u Oriente Próximo, algunos gobiernos han optado por distanciarse de consensos históricos inspirados en el derecho internacional. La llegada de Trump obligará a que, al menos en lo que tiene que ver con la migración, los latinoamericanos busquen consensos para contrarrestar lo que podría ser una ofensiva anticiudadanos latinoamericanos peor que la de su mandato pasado (2017-2021).
Por todo lo anterior, la politización de la integración no debe confundirse con la ideologización de las relaciones internacionales. La combinación very best es un regionalismo económico abierto hacia el mundo para cada país, con una integración política a nivel regional que defienda causas en que converjan sus miembros, como preservar a América Latina y el Caribe como una zona de paz en el mundo, libre de armas nucleares, de bases militares extranjeras y de conflictos territoriales armados entre países. Más aún con un fascismo envalentonado que gana espacios en todo el mundo. La búsqueda de objetivos políticos, como la preservación democrática, es muy distinta a aceptar que los gobiernos pongan sus identidades ideológicas por encima de los intereses regionales. Desde los tiempos lejanos de los tratados de Westfalia (1648), cuando se consiguió la paz en Europa a partir del reconocimiento de la soberanía de los Estados nación, se acepta como una línea roja de la convivencia mundial que las relaciones internacionales se den entre Estados y no entre gobiernos de Estados, y mucho menos entre partidos políticos locales.
Aceptar lo contrario pondría en peligro todo el andamiaje jurídico internacional, sometiendo su validez a la identidad ideológica de cada gobernante. Reactivar la integración de América Latina y el Caribe y asegurar la convergencia de sus organismos subregionales es un proyecto de construcción de región que depende de la posibilidad de desideologizar las relaciones internacionales para que todos jueguen en la misma cancha geográfica y no caer en la admonición de Pablo Neruda: “Para que nada nos separe, que no nos una nada”.