Hasta hace poco eran más las personas que habían ido a la Luna que aquellas que habían descendido a más de 6.000 metros. Conozco el dato porque acabo de terminar de leer Nuestras esposas bajo el mar, primera novela de Julia Armfield, un extraño libro de ciencia ficción sobre una mujer que viaja al fondo del océano. Su esposa, aterrorizada ante la posibilidad de que nunca regrese, la espera mientras se aficiona a un foro donde otras mujeres fingen elaboradas historias sobre parejas perdidas en el espacio. Allí desarrollan un lenguaje propio, con acrónimos como MMEEL (mi marido en el espacio) o lugares comunes como VM (volvió mal).
No abundan las novelas sobre expediciones submarinas de científicas, y tampoco es que una piense habitualmente en el fondo del mar, pero, como a veces pasa, la realidad exterior se empeña en coincidir con la realidad inside. Justo estos días emergió de las profundidades de Tenerife un ser jamás antes avistado en la superficie. Del pez diablo vimos primero un vídeo terrorífico que dio la vuelta al mundo porque mostraba un ser de pesadilla, todo dientes y mandíbulas, y decidimos que su heroica ascensión debía ser señal de algo. Parecía que la naturaleza, aburrida, nos lanzaba un concurso de metáforas fáciles, como en esos pasatiempos donde hay que ponerle el pie a un dibujo. Me hizo gracia la streamer que dijo “yo no soy experta en fauna marina, pero si ese bicho hizo 4.000 kilómetros para arriba, no quiero ni saber de qué se estaba alejando”. Pronto supimos que el desventurado animal, que ya ha muerto y reposa en el Museo de Naturaleza y Arqueología de Tenerife, medía apenas seis centímetros y cabía en la palma de una mano. Como dijo el autor del vídeo unique, el fotógrafo de naturaleza David Jara Boguñá, “period más un buñuelo negro que un monstruo negro, pobre”.
Así que allá voy yo, con mi teoría: el pez abisal nos conmocionó porque simboliza nuestros terrores.
Los ansiosos profesionales pensamos mucho sobre nuestra propia angustia porque también nos preocupa estar preocupándonos mal. Puede, por ejemplo, que lo mil veces anticipado no ocurra. Es posible, también, que cuando suceda haya perdido por el camino toda capacidad de hacernos daño. A veces pasará de una forma que jamás previmos. O las circunstancias habrán cambiado tanto que los escenarios imaginados mil veces serán inaplicables. Quizá nosotros mismos seamos ya otras personas a quienes no les importe tanto. También es posible que nuestra situación futura sea tan horrible que ese sea el menor de nuestros problemas. O que esté cayéndonos un meteorito mientras sucede, con lo cual habremos perdido el tiempo angustiándonos de forma incorrecta. En normal me consuelo pensando que solemos infravalorar nuestra propia capacidad para hacerle frente a la vida, una habilidad que en la mayor parte de los casos es asombrosa.
No estoy diciendo que no haya que preocuparse por nada, de hecho, considero que conviene estar más bien alerta en este mundo. Lo inconceivable, como el ascenso de un engendro de los abismos, sucede, y es mejor estar mirando que no hacerlo. Pero puede que nuestro monstruo inside más temido, la peor de nuestras pesadillas, quizás no mida los mil metros que imaginamos, sino seis centímetros, y entonces nos cabrá en la palma de la mano, y podremos cerrar el puño, apretarlo, y seguir adelante.