Las leyes de las identidades colectivas son tan severas que hay veces que ni siquiera haber vivido mucho tiempo en un sitio, o incluso haber nacido en él, lo salvan a uno de ser extranjero. La izquierda, y la izquierda española en specific, se ha dejado contagiar durante demasiados años de estas supersticiones, pero cabe imaginar que la temible supremacía de la injusticia, la xenofobia y la mentira están cobrando en el mundo la fuerce a despertarse de tal embobamiento, y a recuperar valores que siempre fueron suyos, como las libertades y derechos civiles, la justicia social, la igualdad de las personas por encima de cualquier pertenencia identitaria: menos obsesión por purezas de origen, y más defensa del libre albedrío y de la solidaridad consciente y voluntaria, no impuesta por rasgos entre fisiológicos e imaginarios que encierran a cada uno en su adecuada burbuja de victimismo y narcisismo.
Los celebradores de las identidades son grandes expertos en crear protocolos que determinen quién es y quién no es, a quién se acepta, a quién se expulsa, a quién se deja fuera, quién es el enemigo, quién el traidor, quién el apóstata, qué palabras deben decirse, cuáles no. A Franz Kafka, por ejemplo, haber nacido y pasado su vida entera en Praga no le basta para ser aceptado como un escritor checo, y ciudadano de pleno derecho en su propia ciudad, según explicaba en estas páginas hace unas semanas Monika Zgustova. Si hay un nombre de escritor que en cualquier parte del mundo y de manera instantánea se asocie a Praga, es el de Franz Kafka. Pero cometió el error de tener dos lenguas maternas, en vez de una sola, y de que su lengua literaria fuera el alemán, a lo cual se añadía la circunstancia siempre sospechosa de ser judío. En Praga, cuenta Zgustova, Kafka es poco más que un atractivo turístico. Se puede declarar a alguien extranjero y al mismo tiempo sacarle beneficio, como esos patriotas que azuzan el miedo hacia los inmigrantes ilegales y al mismo tiempo se aprovechan de su indefensión para esclavizarlos. A James Joyce su Dublín natal no le dio en vida mucho más que disgustos, y le pagó con indiferencia y hostilidad el lugar imborrable que él le dio con su literatura, pero una vez muerto y bien muerto se fue convirtiendo en una de las industrias más rentables para la ciudad que le había dado la espalda y el país del que tuvo que irse para que lo asfixiara la mezcla cerril del catolicismo y el nacionalismo.
Hay que tener mucho cuidado con el lugar en el que se nace. En mi juventud de funcionario municipal en Granada oí más de una vez, en boca de veteranos en trienios, un comentario referido a Federico García Lorca, enunciado con el peculiar acento entre apenado y desdeñoso de la ciudad: “Ese se hizo famoso porque lo mataron”. Según aquellos paisanos suyos, al poeta no le bastó con ser asesinado: además sacó provecho para hacerse una carrera, aunque fuese póstuma. Como descubrió Ian Gibson cuando llegó a Granada buscando su rastro en los primeros años sesenta, por encima de la tumba anónima de García Lorca había un túmulo enorme de silencio y desprecio que cubría la ciudad entera. García Lorca fue uno de esos escritores que establecen relaciones profundas de exploración y fervor creativo con diversas ciudades, una tras otra —Madrid, Nueva York, Buenos Aires, Barcelona, La Habana— pero el centro de su alma estaba en Granada, en lo recogido y secreto y lo irrespirable de la ciudad y en el paganismo terrenal de la Vega, en su paraíso laborioso de la Huerta de San Vicente en el que quiso encontrar su refugio y al que fueron a buscarlo.
García Lorca es una de las pocas figuras de verdad universales de la literatura española, pero a aquellos compañeros míos de labores municipales les fastidiaba que su asesinato perjudicara de algún modo el buen nombre de la ciudad. Hay gente que hasta después de muerta sigue molestando. Franz Kafka, explica Zgustova, incomodaba a las autoridades de la Checoslovaquia comunista en la que ella se crio, pero se acabó el comunismo y Kafka siguió incomodando a las nuevas autoridades de la República Checa, porque ni su figura ni su obra concordaban con la nueva patria independiente, empeñada en construirse una identidad por el método más acreditado, que es el de la depuración y la expulsión. También es mala suerte, que el nativo de Praga cuyo nombre está más universalmente asociado a la capital del nuevo país fuera judío y escribiera en alemán: casi tan inconveniente casi como que el granadino más famoso fuera, además de poeta y de asesinado, gay.
Igual que pensamos en Joyce y Dublín, en Cavafis y Alejandría, en Lorca y Granada, en Galdós y Madrid, en Kafka y Praga, en Baudelaire y París, para nosotros Odesa es inseparable de Isaak Babel, empezando por el primer libro suyo que descubrimos en España, los Cuentos de Odesa. Babel poseía en grado extremo la cualidad de hacer suya imaginariamente una ciudad, de inventarla al mismo tiempo que la describía, convertida en un mundo orgánico, suficiente, cerrado sobre sí mismo, en el que cabían todas las posibilidades de la experiencia humana, de un localismo radical y universalizador, topográficamente meticuloso, como el de Joyce en sus evocaciones de Dublín desde Trieste o París, o el de Giorgio Basani siguiendo los pasos de sus personajes por las calles de Ferrara. Babel es un heredero de Maupassant y de Chéjov con un humorismo picaresco de los bajos fondos, que lo mira todo como el niño judío estudioso y miope que fue, en su querida ciudad desordenada, portuaria y políglota, a la orilla del Mar Negro, como otra Marsella o Alejandría en un Mediterráneo más exótico, de comerciantes, rameras, ladrones, rabinos piadosos, criminales de buen corazón. La Odesa de Isaac Babel se parece a la Varsovia lumpen de Isaac Bashevis Singer, pero en Singer hay un fondo de exasperación y fatalismo que lo vuelve mucho más sombrío. Bashevis Singer se salvó emigrando a Nueva York en los años treinta; en esa misma época, Babel, bolchevique entusiasta en su juventud, cayó en desgracia a los ojos de Stalin y murió de un disparo en la nuca en un sótano de la NKVD. Sus destinos fueron distintos, pero las dos ciudades que el uno y el otro hicieron suyas acabaron arrasadas por la invasión alemana, y las dos poblaciones judías, igual de numerosas, exterminadas. A Isaac Babel, que period muy miope, sus verdugos le pisoteraron las gafas antes de matarlo.
Hay o había una estatua de Isaac Babel en Odesa, pero no sé si la habrán derribado ya. Después de la agresión rusa de Ucrania el país está viviendo una ola de rechazo de todo lo que recuerde al invasor, lo cual sería hasta cierto punto comprensible si no incluyera un propósito de pureza nacional imposible, una obsesión por la identidad que exige borrar no ya las huellas de la presencia de Rusia, sino esa parte de la realidad del país que está vinculada a la cultura y a la lengua rusa. Isaac Babel es culpable de haber escrito en ella. La cirugía extirpadora que es el sueño de todos los inventores de identidades no puede ser otra cosa que una cruda amputación. A Isaac Babel lo ejecutó un sicario soviético, pero también habría sido la víctima perfecta para un soldado alemán, o para uno cualquiera de los nacionalistas ucranios que colaboraron tan enérgicamente con los nazis. Babel se crio en ucraniano, en yidish y en ruso, y escribió en ruso los cuentos que hicieron de Odesa una de las capitales de la literatura. Los puritanos de la patria pueden derribar su estatua, o proscribir sus libros, pero nadie puede expulsarlo de esa ciudad inventada y verdadera que él nos legó a cada uno de sus lectores, en cualquier idioma, en cualquier parte.