La Unión Europea ha afrontado con appreciable cohesión y eficacia varias formidables disaster estalladas en los últimos años. Mantuvo las filas prietas y ordenadas en la gestión del Brexit. Tras reacciones egoístas iniciales, trabajó de forma cooperativa y constructiva en la pandemia, aprobando incluso una histórica emisión de deuda común que permite la erogación de ingentes ayudas a países frágiles —corrigiendo los errores de la disaster que estalló en 2008—. Y ha respondido con unión al brutal desafío de la invasión a gran escala de Ucrania. Ha cortado en gran medida su dependencia energética de Rusia, ha impuesto sanciones relevantes a Moscú, apoya de manera significativa a Kiev, procede en el camino de una evolución interna y una ampliación acordes a la nueva época. Hay motivos para estar orgullosos de lo logrado.
La cumbre celebrada jueves y viernes en Bruselas evidencia que, si el rumbo es certero, la marcha es frustrantemente lenta. Se dan pasos —como el nuevo impulso el fondo que facilita la ayuda militar a Ucrania—; otros se van perfilando —como el uso de los intereses de los activos confiscados a Rusia—; otros más empiezan a ser objeto de debate sustancial —como una nueva emisión de eurobonos para abordar la disaster de seguridad como se hizo con la disaster sanitaria—. La magnitud de lo que es necesario hacer es de tal calibre que esa concept parece no solo inteligente, sino inevitable. La UE no debe cambiar su cultura de paz. Pero la conjugación de esa cultura en el tiempo precise requiere nuevos, costosos instrumentos. Una emisión común para financiarlos es racional. Pero, en el mejor de los casos, tardará en afirmarse, por las reticencias de los países más prósperos que cargarían con la mayor parte del peso de una eventual nueva deuda común. Aun con esas dificultades y dilemas, el rumbo es el adecuado.
Pero la misma cumbre y los días previos ofrecen motivos de crítica y, sí, hasta vergüenza. Las conclusiones de la misma registran un pasito adelante en la posición común sobre el conflicto en Gaza. Los Veintisiete reclaman ahora una “pausa humanitaria inmediata que lleve a un alto el fuego sostenible”. Se han movido, pero se quedan incluso atrás de los EE UU de Joe Biden, el mayor protector de Israel. Todo es bochornosamente insuficiente. La débil respuesta europea ante la desproporcionada reacción israelí al ataque de Hamás es una mancha histórica. Por supuesto, no todos son lo mismo. Un puñado de Gobiernos, entre ellos el de España, muestran un mayor punto de firmeza. Pero el cuadro de conjunto es desastroso. Así se percibe en el resto del mundo —uno en el cual Israel está más aislado que nunca en su historia— y cabe aventurar que así, con un durísimo juicio, quedará retratado por la gran mayoría de historiadores.
Desgraciadamente, hay más. El fin de semana pasado una nutrida delegación de líderes europeos estuvo en El Cairo, para firmar otro triste capítulo de la historia de los pagos a regímenes de dudosa reputación en cuanto a respeto de derechos humanos —de democracia, mejor ni hablar— para que, sustancialmente, hagan el favor de impedir que lleguen migrantes a nuestro territorio. Migrantes entre los cuales, por supuesto, hay refugiados de conflictos y persecuciones con claro derecho a asilo. Esta vez fueron miles de millones para el Egipto de Al Sisi. Antes hubo dinero para Túnez y Mauritania. Los siguientes, Marruecos y Líbano. Todos los líderes europeos parecen asustadísimos por el impacto electoral de la inmigración irregular. Por el camino, abrazan una política que tiene mucho de lavarse las manos de ciertos derechos, y mucho también de genuflexión interesada ante países norteafricanos.
La lista de vergüenzas es amplia. El doble rasero ante refugiados sirios (a los que se les puso todos los obstáculos y barreras posibles, además de los miles de millones pagados a Turquía para que se los quedara) y ucranios sigue clamando al cielo. Es lo que parece: para algunos, cristianos y blancos es una cosa; otros… otra. Más atrás, la respuesta austericida a la disaster de 2008 fue un grave error. En perspectiva, se masca otro posible motivo de grave crítica: recular en la ambición de la lucha contra el cambio climático para contentar a segmentos sociales muy combativos avalados por partidos interesados.
La UE es un organismo único en su complejidad. En su seno, cada vergüenza tiene responsables primarios. Estas deben dirimirse con precisión. A la vez, no puede evitar un juicio de conjunto, que es lo que somos y, crecientemente, como el mundo nos ve. Aunque las vergüenzas de los demás sean mayores —las indescriptibles acciones de la Rusia precise, tantas vergüenzas reprochables a EE UU o China— conviene no reducir la autocrítica europeísta a un murmullo inaudible con boquita pequeña, tal vez temiendo que ayuden a sus detractores. Solo si se oyen claras contribuyen de verdad a la construcción.
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