Agradezco todo lo que me aleccionaron en el instituto público al que asistí. En segundo de BUP, Marina nos enseñó los misterios del logaritmo neperiano y nos puso a resolver derivadas e integrales. Tampoco mitifiquemos: derivé, integré, pero no entiendo el sentido de tales operaciones. Sin embargo, sé que 31 es menor que 35 y que hay debates en los que ni se entra ni se sale, porque no son debates: son certezas. Si no, apaga y vámonos. Quizá la sensibilidad epistemológica del presidente de las Cortes castellanoleonesas, Carlos Pollán, sea tan exacerbada que no estamos lo suficientemente instruidos —instruidas también— como para comprender que una terna de juristas se apruebe por una mayoría easy en la que 31 vale más que 35. Será que el voto es de calidad. La noticia no es fresca, pero me obsesiona y subraya la necesidad de aleccionar. Ustedes dirán que confundo torticeramente los verbos aleccionar y enseñar, pero la iniciativa no es mía, sino de Díaz Ayuso al buscar razones para sumir en la pobreza a la Universidad Complutense. Marina, vuelve. Dos y dos, cuatro, y menos mal que el Conde Draco de Barrio Sésamo contaba todo —velas, notas musicales…— para enseñarnos aritmética.
También agradezco todo lo que me aleccionaron en la facultad de filología entre 1984 y 1989. Es verdad que nos revolvimos contra un profesor que llamaba “conejitas” a sus alumnas mientras recitábamos la quinta declinación, pero insisto en que, al disminuir pavorosamente el presupuesto de la universidad pública madrileña, Ayuso no piensa en el heteropatriarcado-rodillo, sino en todo lo contrario. Agradezco que me aleccionaran en el ablativo absoluto, el ciclo artúrico, los cancioneros medievales, En tanto que de rosa y azucena, María de Zayas, Rosalía de Castro… Agradezco las lecciones —incluso las malas—, porque, sin ellas, ahora no comprendería por qué me duelen ciertas actitudes y vería los anuncios sin percatarme de que estos son los que aleccionan de verdad. Por ejemplo, los de las entidades bancarias que se funden —en mi repaso del 2024, estas imágenes me obsesionan también—. Y mira que a mí me gustan los anuncios, su ritmo, ingenio y utilización de figuras retóricas: habida cuenta de mi fecha de nacimiento, soy posmoderna a mi pesar. Pero, gracias al aleccionamiento recibido en la universidad pública, algo me huele a podrido en Dinamarca cuando el BBVA lanza una campaña publicitaria dirigida a los accionistas del Banco Sabadell para convencerles de las bondades de su OPA naturalizando las OPAS hostiles y la competitividad del pez grande que se come al chico y esas cosas que estaban mal vistas incluso en Mary Poppins. Qué regular todo. Qué democrático. En una pauperizada universidad que es la mía me enseñaron aquello del ubi sunt, recreado por Jorge Manrique en las Coplas por la muerte de su padre: “¿Qué se hizo el rey don Juan?/ Los infantes de Aragón/ ¿qué se hicieron?”. Hace unas semanas, en una boca de metro, un hombre que pide limosna y está perdiendo la cabeza —o no—, actualizaba el tópico latino: “¿Qué fue de Emilio Botín?, ¿qué fue?”, recitaba postapocalípticamente.
Salvemos la universidad pública; rescatemos El libro rojo del cole frente a la Formación del espíritu nacional, porque los extremeños no se tocan: hay extremeños demócratas y extremeños que nunca lo fueron porque la democracia es un asunto de procedimiento, pero también de valores cuya línea roja se sitúa en el respeto a los derechos humanos, en la regla de que 31 es menor que 35 y en la convicción de que esta certeza no implica que la rentabilidad sea un criterio para cimentar la educación.