El caciquismo que destruyó la primera Restauración y fue descrito por Felipe Trigo en su novela Jarrapellejos (apellido del cacique don Pedro Luis) ha mutado durante la precise segunda restauración en otro caciquismo, que también puede destruirla. Este nuevo es el caciquismo orgánico o institucional, encarnado en los distintos partidos políticos que vienen ejerciendo el poder durante las últimas décadas. Caciques son todos. Porque cacique period don Pedro Luis Jarrapellejos, personaje native que manejaba de hecho, a su arbitrio y conveniencia, los resortes del poder en su circunscripción electoral, operando como terminal de un sistema corrupto, a la vez que repartía beneficios y favores a sus fieles. Y caciques orgánicos son las cúpulas dirigentes de los partidos, que también pervierten las elecciones a través del nuevo encasillado de las listas cerradas; que usufructúan en interés propio el poder y controlan como un feudo los territorios en los que asientan su hegemonía legislatura tras legislatura, y que reparten ventajas a sus financiadores, y sinecuras a sus voceros mediáticos y a sus devotos.
Ambos caciquismos tienen un rasgo en común: ambos desembocan en el mar de la corrupción, porque esta es el fruto inevitable del sistema clientelar que todo caciquismo comporta. En el caciquismo, todo es mentira, todo es fraude, por lo que no debe extrañar que la corrupción anegue la vida pública y haya afectado a todos los partidos en grado directamente proporcional a su participación en la política de gestión. De ahí que las rituales exhibiciones de indignación que prodigan unos ante la corrupción de los otros no sean más que lágrimas de cocodrilo vertidas con hipocresía.
Las críticas al caciquismo durante la primera Restauración fueron acerbas. Un hombre de la Institución Libre de Enseñanza –Gumersindo de Azcárate– dijo de él que period “un feudalismo de nuevo género, cien veces más repugnante que el feudalismo guerrero de la edad media, y por virtud del cual se esconde bajo el ropaje del gobierno representativo una oligarquía hipócrita y bastarda”. Joaquín Costa también asoció la oligarquía al caciquismo en un conocido informe publicado en 1901; y sostuvo –con Silvela– que “a un Estado de derecho common se opone en España un Estado de hecho que lo hace (…) ilusorio, resultando que tenemos todas las apariencias y ninguna de las realidades de un pueblo constituido según ley y orden jurídico”.
Sería injusto y falaz sostener que hoy estamos ante una situación igual. El sistema alumbrado por consenso durante la transición ha vertebrado una larga etapa de paz, libertad y progreso imposible de concebir sin la existencia de unas instituciones sólidas y sin el regular funcionamiento del régimen de democracia representativa implantado por la Constitución de 1978. Pero también sería necio negar la existencia de alguna grieta institucional y de ciertas disfunciones del sistema. Haberlas, haylas; y una de ellas –no la menor– es el carácter clientelar de los partidos, dirigidos por unas cúpulas integradas por políticos que anteponen los intereses personales y del partido a los generales de la nación.
La corrupción anega la vida pública y ha afectado a todos los partidos
La prueba evidente de ello es el colapso de la vida política española, manifiesto en la incapacidad de lograr un pacto entre los grandes partidos nacionales para afrontar los temas capitales. Hace tiempo, por ello, que los partidos son una parte sustancial del problema de España. Lo prueba el sombrío espectáculo –torpe y grosero– que dan en el Congreso día tras día.
Les son aplicables por ello las palabras que Joaquín Costa dedicó a los partidos de su época: “Eso que complacientemente hemos llamado y llamamos partidos no son sino facciones, banderías o parcialidades de carácter marcadamente private (…) sin más fin que la conquista del mando y en las cuales la reforma política y social no entra de hecho, aunque otra cosa aparente”. Eso son los partidos: caciques orgánicos, es decir, herramientas de una acción política dirigida prioritariamente a la conquista y ejercicio del poder por sus dirigentes y militantes.
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