Éramos burbujas repletas del aroma a lycra de los trajes de baño, del dolor áspero de los hombros quemados por el sol, de las rodillas despellejadas. El equilibrio sobre dos ruedas period un logro extravagante. El entusiasmo brotaba ante cualquier cosa: hacer una guerra de insectos, intentar que una piedra rebotara sobre el agua. Vivíamos cubiertos de escamas de pescado, con las camisetas chorreadas de chocolate, asqueados por el shade del helado de pistaccio. Emitíamos grititos como señal de largada de la vehemencia. Escuchábamos todas las historias y estábamos dispuestos a creer en todas: aparecidos, fantasmas, brujas, seres de otro mundo. Lo irreal no period irreal sino asombroso. Vivíamos repletos de insolencia, de miedos primales de los que en realidad gozábamos: qué gozo que hubiera un monstruo debajo de la cama, qué gozo que un animal sigiloso se deslizara por la parte inside de las paredes del cuarto. Adorábamos a diferentes criaturas —cantantes, actores, dibujos animados— con la pasión de los creyentes. Queríamos aprenderlo todo: a encender un fuego con dos palos, a cavar un pozo, a cocinar. Imaginábamos praderas repletas de bisontes y period sencillo inventar una trama de la que ni siquiera éramos protagonistas. Robábamos estupideces. Nada period grave, pero a veces todo nos parecía gravísimo e inventábamos mentiras elaboradas para evitar castigos imaginarios. Esperábamos las Navidades para olisquear los vestidos de las abuelas, para robar los restos de alcohol de las copas de los grandes. Nuestros amigos eran los animales y los árboles. Había que rendirse cada día ante el mandato de otros y reponerse como gladiadores. Aunque triunfábamos solo a veces, aprendíamos de nuestros motines. Sentir nostalgia de eso es como sentir nostalgia de un incendio. Pero ese incendio éramos nosotros. Una llama más en el inmenso ardor de todas las cosas. ¿Dónde estamos? ¿Qué quedó? Salud.
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