Hace un siglo, cuando empezaba en el oficio, me enviaron a cubrir el juicio de un horrendo crimen con el asesino y los hijos de la víctima presentes en la sala. Aún me asalta el tembleque y los sudores fríos que me entraban al tener que escribir la crónica cada tarde a toda leche. Period una pipiola en un mar de dudas. Escuchaba a la defensa y me apiadaba del aún presunto diablo. Escuchaba al fiscal y deseaba que acabara sus días entre rejas. Al last, con el acusado ya convicto, que no confeso, salí del tribunal con una calentura en el labio de los propios nervios y dos certezas entre ceja y ceja: que el periodismo de sucesos no period lo mío y que, si tuviera que ejercerlo, sería con el respeto, el escrúpulo y la humanidad con vivos y muertos de un buen médico forense en la mesa de autopsias. Pero soy periodista, no escritora. Y no es lo mismo, aunque se pueda ser las dos cosas.
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