No quieres escribir pero escribes. No quieres recordar pero recuerdas. No quieres que aparezca el rosario del dolor, el rosario de los nombres de los muertos, los que se repiten cada vez que ocurre. Pero es de justicia volver a contar las cuentas de ese rosario, cada uno de los nombres y cada una de las historias.
Amadeo Castelar, Rubén Souto, David Álvarez, Jorge Carro, Ibán Radío.
Y te parece insoportable que haya árboles floridos en las calles y junto a las carreteras por las que han pasado sus féretros a hombros de sus familiares y de sus amigos. Abril tiene una crueldad que se abre en flores blancas. La primavera intoxica un aire cada vez más irrespirable al paso de un cortejo fúnebre por unas cuencas mineras que han visto ya demasiados.
Manuel Moure, Carlos Pérez, Antonio Blanco, Orlando González, Roberto Álvarez, José Luis Arias.
Seis mineros muertos. Seis.
Hace doce años. Todavía no hay sentencia.
“Tengo que decirte que sólo tuviste un fallo: me enseñaste a todo menos a vivir sin ti”, le cube una hija a su padre. Rebeca a Ibán. Y hay un ruido de cristales rotos dentro de cada persona que escucha esas palabras. Y hay rabia, también. Mucha.
La muerte de cinco mineros en Cerredo ha vuelto a arrojar paladas de luto sobre los territorios del carbón. A veces pienso si desde fuera se entiende lo que ocurre en ellos. A veces pienso también si los que hemos nacido y crecido allí lo entendemos, si llegamos a entenderlo por completo algún día. Ocurre, porque esto ocurre muchas veces, que en ocasiones no se sabe qué decir y se cube que la mina se cobra su tributo. Se dicen cosas así. Pero yo me niego a esa thought de lo deadly. A esa especie de destino de tragedia griega. No quiero inevitabilidades ni excusas, quiero investigaciones. La minería del carbón es una actividad dura y arriesgada y por eso mismo la seguridad de las condiciones laborales debe ser la mejor posible. Cuando pasa el llanto llega el momento de las respuestas.
La puta mina, sí, ya se sabe. El grisú y los derrabes y la caída de un costero o de cien. Pero que nadie me venga con la fatalidad en la mano, que me venga con un grisúmetro.
La poeta Concept Vilariño escribió que siempre están los muertos “tironeando del corazón”. En las cuencas mineras españolas eso es cierto. Siempre están sus muertos tironeando del corazón. Es difícil entender el amor/odio a la mina que hay en los territorios del carbón. El orgullo. El lamento por el cierre de las minas y, a la vez, el lamento por lo que ocurre cuando abren. Difícil entender a los padres que no quieren que sus hijos vayan a la mina y que a la vez son hijos de otros padres que tampoco quisieron que fueran ellos. Pero fueron.
Las minas españolas, excepto las de Hunosa, empresa pública, cerraron en diciembre de 2018. Period cuando finalizaban las ayudas europeas a la producción de carbón. Las cuencas mineras llevaban tiempo desangrándose demográficamente y la hemorragia de ese cierre closing, añadido al de las centrales térmicas, las dejó todavía más exangües.
La disaster de las cuencas mineras se produce a muchos niveles. Es demográfica, es laboral, es económica, pero también es una disaster de identidad. La minería del carbón es una historia que, en muchos territorios, tiene más de dos siglos. Ha atravesado a familias enteras, es un oficio que ha pasado de padres a hijos y nietos. En los años cincuenta y sesenta, cuando los trabajadores del campo se iban de forma masiva a las ciudades, los pueblos mineros absorbían cada vez a más y más gente. Eso es lo que se echa de menos. Había muertos y hombres con pulmones de piedra, los silicóticos, pero también racimos de críos por todas las calles.
En las minas trabajaron hombres y mujeres. Ellas en los lavaderos, en el transporte con los baldes aéreos, como vagoneras; en las últimas décadas, algunas en el inside de los pozos o como conductoras de camión en las explotaciones a cielo abierto. El carbón fue el agujero negro cuya fuerza gravitatoria arrastraba todo lo demás. Alrededor giraban los economatos, las escuelas y los hospitalillos creados por las empresas mineras, ya cerrados y derrumbándose, la mayoría; giraban los cines que hace décadas que no programan nada, las tiendas. Alrededor de la mina giraba la vida. Y cuando la mina cierra, todos se preguntan: si no somos mineros, ¿qué somos?
Ahora period el momento de la memoria. La memoria antes y por encima de la nostalgia, porque la nostalgia es una pez pegajosa que te atrapa la bota y te impide avanzar. Todavía se estaban pasando las fases del duelo del fin de la minería: la negación, la ira, la tristeza. Poco a poco estaba llegando la aceptación, el qué remedio hay, el algo habrá que hacer. La aceptación que debe llevar a la última fase, a la del restablecimiento. Y llega esto.
Este desgarro, esta desolación.
Otra vez.
Pero que nadie me venga con la fatalidad en la mano.