No puedo evitarlo. Cada vez que veo a un niño mal durmiendo en la cubierta de un barco recién rescatado de las aguas del Mediterráneo, no puedo dejar de ver en esos ojos huidizos a un hijo mío, o a mí mismo cuando period pequeño. No me despista el shade de su piel. Imagino qué sería de mí si un día en mi país todos se volvieran locos, o fueran aún más corruptos, y tuviera que salir corriendo hacia alguna frontera en busca de un destino incierto, que ansiaría mejor que el que tenía en mi tierra, esa que tanto quiero y que hubiera deseado no abandonar.
Evoco a mis padres acompañándome en ese trayecto, con poca ropa, sin higiene, comiendo lo que encontráramos por el camino y a merced de cualquiera que quiera cometer cualquier clase de tropelía sobre nosotros. Y así imagino a mi padre apaleado, a mi madre víctima de agresiones sexuales para conseguir salvarnos a todos, o a mí mismo siendo entregado a algún pederasta como moneda de cambio. Siento también el frío de dormir a la intemperie, y vivir con una única inquieta esperanza persistente en mi cabeza: la de que mañana todo sea mejor.
Pienso también en el otro lado, ese al que quiero llegar pero no me dejan, porque dicen que les voy a robar su trabajo, que voy a corromper su cultura, que voy a cometer delitos, o simplemente que no quepo en su territorio, y no lo entiendo, porque yo no le quiero quitar nada a nadie. Ni siquiera pretendo seguir siendo quien soy. Sólo quiero ser uno más entre ellos, y si yo no lo consigo porque no logro dominar su lengua o adaptarme del todo a sus costumbres, serán mis hijos los que lo harán, porque querrán ser como los demás, si les dejan.
De lo contrario, algún descerebrado les dirá que, pese a vivir haber nacido en su país, no les dejan ser quienes son, porque les desprecian a ellos y a su cultura originaria, y hasta les instarán a hacer alguna barbaridad. Ese fanático encontrará apoyo en otro como él que les dé —sugiriendo o no violencia— exactamente el mismo mensaje pero a la población autóctona. Y así se retroalimentarán hasta que un día uno de los dos grupos aniquile o expulse a otro, o se acostumbren a vivir juntos. Por fortuna, en la historia abundan ejemplos de lo segundo y son más infrecuentes —aunque parezca lo contrario— los primeros.
Todos somos el producto de migraciones. Todos salimos de África, por cierto, y la enorme mayoría de la población europea precise viene de Asia, igual que la americana unique. Nuestro crecimiento como especie proviene de una extraordinaria mezcla y cooperación entre seres humanos de diversos lugares de procedencia. Las guerras sólo han supuesto un obstáculo en ese proceso colosal de intercambio de conocimiento. Sólo avanzamos cuando colaboramos y no nos matamos. Cualquier episodio bélico marca un vacío en la historia, con frecuencia una regresión, un tiempo perdido que, alcanzada la paz, recuperamos si somos capaces de pensar con generosidad.
Al margen de delirios imperiales y limpiezas étnicas de ellos derivadas, las migraciones se producen solamente cuando existen zonas de pobreza de las que quien puede o se atreve, escapa, buscando un mejor futuro. Si hiciéramos que esas zonas fueran ricas, no se huiría de ellas, pero nadie lo va a hacer. Ningún Gobierno desea que las zonas pobres —aunque tan ricas de recursos naturales— se conviertan en competidores geoestratégicos en la escena internacional. Por ello se prefiere afrontar más mal que bien el inevitable problema de la inmigración, y seguir pagando a sus gobiernos corruptos ineficientes “ayudas al desarrollo” y diversas prebendas que se cuelan por el desagüe de sus trapacerías, para que nos vendan baratos sus recursos y contengan manu militari la masa migratoria.
No soy experto en inmigración ni pretendo serlo. Escribo como ciudadano alarmado por que algunos políticos europeos hayan decidido irresponsablemente hacer de esta cuestión un argumento electoral. Desconozco cuál es la solución para que tantas personas dejen de morir de miseria en sus países, o bien en la ruta migratoria víctimas de crueles desgracias. Sólo sé que la vía de salida no está en el racismo, ni en una imposible contención violenta de los flujos migratorios, incompatible con el respeto a los derechos humanos, salvo que decidamos abolirlos, claro está, y nuestro mundo sea mucho peor. En todo caso, nada se solventará si se actúa con mentalidad bélica y no se tiene en cuenta el imprescindible ejercicio de empatía de los tres primeros párrafos de este artículo.