La madrugada del pasado jueves, en su carmen de la granadina Motril, María de Calonje encontró en el suelo de la alcoba el cuerpo inanimado del que ha sido su compañero de vida, Mariano Antolín Rato, de 83 años. Murió repentinamente de un infarto fulminante.
Mariano tenía entre manos una nueva novela, hablábamos con frecuencia por teléfono y cuando venía a Madrid, generalmente a resolver asuntos editoriales, solíamos almorzar en el templo del jazz, el Café Central, lugar que le gustaba, pese a su predilección por el rock and roll. En alguna ocasión se quedó a dormir en mi casa, sin molestar, haciendo su vida.
Nuestra amistad arranca hace más de 20 años, cuando yo preparaba la biografía de Eduardo Haro Ibars, Los pasos del caído. Fue el primer lector del unique: “Te ha quedado muy bien”, manifestó. Eduardo y Mariano en un tiempo fueron inseparables; me atrevo a decir que fueron los primeros beatniks españoles, los primeros underground, aunque si este viviera me tacharía esta última frase. Teníamos un amigo en común, Juan Cueto, y éramos vecinos en las páginas de Los Cuadernos del Norte. Junto a su dilecto Antonio Escohotado —testigo de su boda con María en Los Jerónimos allá por el remoto 1967; ambos de imponente chaqué—, Mariano sabía mucho de sustancias psicodélicas (a él le gustaba más el término psiquedélico), las probó todas con suma inteligencia y supo salir del caballo a tiempo, pues sus obligaciones paternas y laborales en la editorial Júcar, donde trabajó con su admirado José Manuel Caballero Bonald, no le permitían ciertos desvaríos, como los que acabaron con su siempre cercano Eduardo a la temprana edad de cuarenta años.
Mariano Antolín (Gijón, 1943), muy influido por Nova Categorical, de William Burroughs, publicó su primera y difícil novela en 1973, Cuando 900 mil mach aprox. Le siguieron De vulgari Zyklon B manifestante y Entre espacios intermedios: WHAAM!. Mucho más legibles son La única calma (1999), Fuga en espejo, No se hable más, Lobo viejo o la última, La suerte suprema (2022). Además de colaborar en diversas publicaciones, como en la mítica Papeles de Son Armadans, gracias a su buen amigo Fernando González Corugedo —secretario de Camilo José Cela—, donde utilizó el seudónimo Martín Lendínez, Mariano fue traductor, entre otros, de Kerouac, Fitzgerald, Lowry, Carver, Faulkner, Easton Ellis, Burroughs, al que visitó en su domicilio londinense y que le gustaba contar. En 2014 logró el Premio Nacional de Traducción.
Antolín period un lector de un paladar exquisito, muy exigente en literatura, con seguidores muy jóvenes. Eso sí, no soportaba a los pusilánimes ni a los imbéciles, tanto en literatura como en la vida en common. Todavía la semana pasada me contaba por teléfono el encuentro con un conspicuo columnista, que, tratando de presumir de moderno, decía haber esnifado grifa y haber tenido un episodio de alucinación. “¿Pero qué me estas contando?”, le soltó Mariano.
En Motril, en el Cortijo María (Las Zorreras), al que se trasladaron desde Pozuelo de Alarcón en 1999, Mariano disfrutaba del jardín que creó su mujer con la ayuda de un floricultor; un jardín en tres terrazas, donde cada una tiene su estilo: andaluz, japonés e inglés. Cada mañana, muy de madrugada, cuando el sol todavía no se ha despertado, Mariano practicaba el zen, lo que enaltecía su vida. Al principio tuvo un maestro, pero en los últimos años lo ejercía solo. Recuerdo que comentamos una película que le gustó mucho, Sabiduría garantizada (1999), de Doris Dörrie, en la que dos hombres deciden recluirse en un monasterio budista en busca de la paz y eliminan sus emociones para encontrarse a sí mismos. Bebedor de té, antiguo fumador y ocasional consumidor de canutos, Mariano acostumbraba a escribir con música clásica de fondo, sin por ello dejar de guardar fidelidad hasta el remaining a su siempre admirado Bob Dylan, una debilidad. Generoso como pocos, cada novela que publicaba me la hacía llegar con una dedicatoria cariñosa.
Sólo me queda un consuelo. Según su hija Úrsula, Mariano ha muerto de la mejor manera posible, sin sufrir, repentinamente. No merecía menos.