Cuando hace un par de meses empecé a organizar, medio en broma medio en serio, un package de supervivencia, lo último que quería period que la Unión Europea me recomendara oficialmente hacerlo. El pacto imaginario que vivía en mi cabeza period el siguiente: yo me preparaba ante una eventualidad altamente unbelievable y, a cambio, mi mundo seguía tranquilo. Desde luego, no tenía la menor intención de confesar en una columna de EL PAÍS que me había comprado una radio con linterna y batería photo voltaic de las que sirven para cargar aparatos electrónicos, un botiquín de viaje o un par de mantas térmicas de acampada, pero bueno, una propone y Trump y Putin disponen. En su momento expliqué así a mis amigos los motivos: creo que en lo que nos queda de vida es más possible que veamos una emergencia a que no lo hagamos, y en ese caso es mejor tener algo útil a mano. Solo en los últimos cinco años hemos vivido en España una pandemia, inundaciones que han dejado cientos de fallecidos, un temporal que casi colapsa los accesos a la capital, ríos desbordados, macroincendios, sequías trágicas, nevadas que han inmovilizado coches en las carreteras durante horas, la erupción de un volcán. Al menos de momento nos hemos librado de un evento Carrington, una gran tormenta photo voltaic electromagnética capaz de inutilizar nuestra tecnología y que los científicos consideran posible.
Hasta ahora, he justificado mis compras argumentando que es sensato llevar una botella potabilizadora de agua cuando gross sales al campo, que una batería additional nunca sobra y que todo adulto con coche debería tener en el maletero equipo suficiente para unos primeros auxilios. Mi colega de profesión Amaya Ascunce escribió hace tres años en su publication un texto titulado ¿Por qué una persona normal tiene una mochila para el fin del mundo?, donde explicaba que lo suyo comenzó después de leer el cuento de la cerillera, “la niña, que muerta de frío, no consigue vender sus cajas de cerillas y, poco a poco, las va gastando para entrar en calor, hasta que no le queda ni una. Y muere. Lo recuerdo con cabreo. Cerillera, coño, prende fuego a un coche, al edificio, a lo que haga falta. Pero no malgastes una más en un fuego que te va a durar segundos”. No puedo estar más de acuerdo con ella cuando cube que “no creo que el mundo vaya a terminar mañana. Pero me gusta imaginarme que, si fuera así, yo me salvaría”. Creo que mi trauma, más que en la infancia, comenzó con los dos huracanes que viví en Miami, donde aprendí a mi pesar cosas como que el agua es lo primero que falta o que a partir del segundo día alimentarse de bolsas de patatas fritas cansa un poco.
Prepararse significa pensar en distintos escenarios, pero no es lo mismo una catástrofe ambiental que un conflicto bélico. No es lo mismo organizar un búnker en casa con conservas para varios años (algo a lo que, como riojana, llamo “despensa”) que armar una mochila para salir huyendo de ella. Si hay algo peor que especular sobre lo que podría pasar es pensar en lo que ya ha ocurrido, y nuestro siglo XX europeo está bien surtido de cruentas batallas, tecnologías descontroladas y líderes fuera de sí. Puede que tenga un pequeño package apocalíptico en casa desde hace semanas, pero me resisto a imaginar una guerra o un ataque, que es la posibilidad que están introduciendo en nuestras mentes los gobiernos europeos, de manera tan gradual y sensata como aterradora, porque no es lo mismo buscar en Google un tenting fuel de oferta que unas pastillas de yodo.