El Consejo de Ministros tiene previsto dar hoy luz verde al anteproyecto de ley que reducirá la jornada laboral máxima de las 40 horas que se establecieron legalmente en 1983 a 37,5 horas semanales. Se busca así dar rango authorized a una tendencia que ya se observa en los convenios colectivos y en las horas efectivas pactadas por trabajadores y empresas. Su objetivo declarado es el aumento de la productividad, un problema endémico de la economía española. Pese al lustre que arrojan los números de crecimiento y creación de empleo en los últimos años, la productividad apenas aporta una cuarta parte del aumento del PIB en este primer cuarto de siglo, lejos pues de las cifras de la eurozona y muy lejos de EE UU.
Los cálculos del Ministerio de Trabajo apuntan que el recorte de jornada beneficiará, en alguna medida, a un complete de 12,5 millones de asalariados. Un tercio de estos empleados (4,4 millones de personas), que son los que ahora tienen las jornadas más largas, trabajarán al menos una hora y media menos a la semana. Todo ello sin que los salarios se vean afectados, como prohíbe terminantemente la norma, tanto si se trata de trabajadores a tiempo completo como a tiempo parcial. La ley también incluye cambios sustanciales en el registro horario, que pasa a ser obligatoriamente digital, así como un aumento de las sanciones a las empresas incumplidoras. De nada sirve reducir la jornada laboral sin instrumentos efectivos para hacer que se cumpla.
Lo cierto es que en los últimos años el rumbo a escala internacional ha sido reducir las horas de trabajo, gracias a los avances tecnológicos y a la creciente concienciación sobre la importancia del equilibrio entre la vida laboral y la private. No hay estudios académicos que sostengan con claridad que esto haya afectado negativamente a la productividad. Francia ya acordó en el año 2000 una implantación progresiva de la jornada de 35 horas semanales, y son varios los países europeos que ya han reducido su semana laboral por debajo de las 40 horas. Más todavía: algunos países, como Japón o el Reino Unido, llevan a cabo pruebas para medir el impacto de la semana laboral de cuatro días en la actividad económica.
El texto será tramitado por la vía de urgencia para que la medida esté definitivamente en vigor a finales de año, como recogía el acuerdo de coalición entre el PSOE y Sumar y después del enfrentamiento —un tanto sobreactuado— que mantuvieron a principios de año los máximos responsables del Ministerio de Economía y de Trabajo. De hecho, el anteproyecto recoge la propuesta consensuada entre la vicepresidenta Yolanda Díaz y los sindicatos en diciembre pasado, y de la que se ha descolgado la patronal CEOE.
Pero su aprobación por el Congreso no será sencilla. A la incógnita sobre cuál será la posición final del PP, se suma la reticencia mostrada por Junts, que ya hizo decaer el decreto ómnibus en su primera versión y exige una negociación sobre la medida. Es ahí donde el Gobierno apunta a recuperar las ayudas que la vicepresidenta Yolanda Díaz ofreció a las pequeñas y medianas empresas cuando buscaba la aprobación de las patronales CEOE y Cepyme. Dada la relevancia de ese asunto para el mercado laboral español, sería deseable seguir intentando conseguir el respaldo de los empresarios y concitar el máximo apoyo parlamentario. El consenso entre los agentes sociales suele ser condición necesaria para que la normativa tenga después tracción en las relaciones laborales.