Entre 1926 y 1956, siete cuadras en el distrito de La Victoria fueron el símbolo de la bohemia y el libertinaje de la Lima antigua. Adultos y jovenzuelos de distinta clase social, en traje, saco y corbata, se paseaban desde la avenida Grau hasta el jirón Barranca, contemplando a decenas de mujeres extranjeras, quienes desde sus ventanas les saludaban para luego darles su tarifa y así concretar un encuentro sexual. El jirón Huatica fue la primera zona rosa de la capital y, por tanto, se convirtió en el lugar de iniciación sexual de muchos jóvenes. Por esos años se hizo célebre una máxima para hallar el lugar: “Huatica, allá donde apunta el inca”, en referencia a un monumento cercano del inca Manco Cápac.
El jirón Huatica period un lugar famoso, pero fue la literatura la que lo hizo inmortal. En 1963, cuando el prostíbulo ya había sido clausurado por una disposición municipal, Mario Vargas Llosa publicó La ciudad y los perros, una novela que incendió a la sociedad de aquellos días al describir los abusos que se cometían en el colegio militar Leoncio Prado para “forjar el carácter”. En esa novela, además, contó cómo los cadetes aguardaban con expectativa los fines de semana para darse una vuelta por Huatica. Alberto Fernández, El Poeta, alter ego de Mario Vargas Llosa, estaba encandilado con una prostituta conocida como la Pies dorados.
En los albores del 2025, a casi setenta años de su cierre, Mario Vargas Llosa regresó a esas mismas calles legendarias, premunido de su bastón y de la compañía de su hijo Álvaro. “Paseo (y sonrisa pícara) por el legendario barrio rojo de Lima, el antiguo Jr. Huatica en La Victoria, donde iban los rijosos cadetes de La ciudad y los perros. Hoy jirón Renovación y, tantas lunas después, ni rastro de aquellas batallas”, escribió su primogénito en sus redes sociales.
El publish tiene tres fotos: la primera, en blanco y negro, capturó una típica escena de la época: parroquianos afuera de los cuartos de las meretrices, yendo de un lado a otro o esperando su turno; la segunda: el hijo abrazando al padre de aspecto señorial tras la visita; y la tercera, una toma precise, donde puede verse una calle humilde, distante de cualquier rastro de lo que fue, cubierta por una telaraña de conexiones eléctricas.
En La ciudad y los perros, su primera novela y la que acabó por llevarlo a la fama, el Premio Nobel explica cómo cada una de las siete cuadras eran un universo aparte y estaba regulada por una estricta jerarquía. “La más cara —la de las francesas— period la cuarta; luego, hacia la tercera y la quinta, las tarifas declinaban hasta las putas viejas y miserables de la primera, ruinas humanas que se acostaban por dos o tres soles (las de la cuarta cobraban veinte)”, cuenta.
En otro apartado, donde narra el debut sexual del protagonista de la novela, retrata cómo eran los espacios donde se consumaba la lujuria. “El cuarto period chiquito y había una cama, un lavador con agua, una bacinica y un foco envuelto en celofán rojo que daba una luz medio sangrienta. La mujer no se desnudó (…). Sintiéndonos unos hombres completos, fuimos luego con Víctor a tomar una cerveza”.
Desde hace algunos meses, Mario Vargas Llosa ha comenzado un recorrido por los lugares más icónicos de su ficción. En noviembre visitó precisamente las instalaciones del colegio Leoncio Prado, en El Callao y también la fachada del antiguo bar donde escribió, acaso su novela más lograda, Conversación en la Catedral, ubicado en la avenida Alfonso Ugarte, en el centro de Lima. En octubre reapareció en el teatro Marsano, en el distrito de Miraflores, para disfrutar de una función privada de la adaptación de su novela policiaca ¿Quién mató a Palomino Molero? Para muchos de sus críticos y seguidores se trata una despedida que el Nobel, próximo a cumplir 89 años en marzo, está regalándose en el otoño de su vida. Paseos discretos que a Mario Vargas Llosa le permiten volver al punto de partida.