Alguien me avisa para que vea la serie de Netflix Adolescencia. También me cuenta que el tema es fuerte. O sea, pavoroso. No ha empleado esas palabras en boca permanente de tanta gente previsible y prescindible como son el relato, el contexto, el spoiler. Si las hubiera empleado pasaría de esta serie. La forman cuatro capítulos largos y fabricados todos ellos en plano secuencia, sin aparentes cortes de cámara, siguiendo continuamente a los personajes. Ese recurso artístico, utilizado alguna vez por directores excepcionales como Welles y Hitchcock y también por más de un idiota con afanes experimentalistas, aquí tiene sentido.
Me crea mucha angustia, me hace vivir esta historia tan horrible como sórdida. También humana. Y sé de bastantes personas sensatas o asustadas que estando avisadas del argumento aseguran que no quieren verla, que les da mal rollo. Les comprendo. Pero yo devoro sus cuatro y largos capítulos desde que empieza a oscurecer. Y lo paso mal, pero también me hipnotiza. Y les suplico a mis imprescindibles somníferos que funcionen bien, no tener pesadillas, ya que el asunto que trata posee capacidad para que el espectador se sienta mal. No habla del estremecedor ¿quién puede matar a un niño? (Lo está haciendo Israel con decenas de miles en Gaza y se supone que no pasa nada), sino de algo tan infrecuente y pavoroso como ¿es capaz un crio de asesinar a otro? Y por qué puede ocurrir esto, en nombre de qué ofensas, carencias y pulsiones.
Encabeza la producción ejecutiva el guaperas máximo, buen actor, individuo dionisiaco que tiene un punto inquietante. Se llama Brad Pitt. Y participa en los guiones y la coprotagoniza Stephen Graham, intérprete siempre creíble al que descubrí metiéndose en la piel del salvaje Al Capone en la memorable serie Boardwalk Empire. Aquí da vida a un buen hombre, marido y padre ejemplar, compadecible y tierno, aquejado por una pregunta tenebrosa: ¿qué hice mal para que mi hijo pueda haber creado el espanto?
Adolescencia habla del uso y abuso de los adolescentes en esas redes sociales (aunque las desconozca me provocan grima), de la necesidad de destacar, de ser deseados, admirados y queridos en la edad de la confusión, de la continua incertidumbre. Y lo paso tan mal como la psicóloga en el tercer y espléndido capítulo, cuando termina su interrogatorio a ese chaval que puede ser Jekyll o Hyde, que te puede seducir con su capacidad para la manipulación emocional hasta que aparece el monstruo. Y no puedo dejar de verla. Todo es complejo en ella.