Ahí lo tienes, mirándote con sus ojos pelirrojos, y detrás, empastados, volteados, un azul que no es el del cielo ni el del mar, un azul sin parangón, que sólo has visto aquí, en este cuadro. Vincent van Gogh se pasó los últimos 70 días de su vida, antes del balazo, en Auvers-sur-Oise, y allí pintó a diario, más de 70 cuadros, como si se le fuera la vida, en un frenesí creativo sin parangón. No es la muerte la que te mata, sino la vida, porque estás más que vivo. Y, cuando la obra te aprieta, no puedes parar, espachurras almendros sobre la tela, para que el día, la tarde, ese campo, no dejen nunca de florecer.
Por esa ventana, de un lado al otro del cuadro, pasan los almendros, se van de excursión, aunque apenas se puede percibir porque avanzan muy lentamente. Apenas nos paramos delante, por eso apenas nos percatamos. Pero ahí están, día y noche, aunque no podamos verlos. Se irán a pasear a orillas del río, para enjuagarse el rostro, y quitarse de encima el polvo. Luego volverán, y se echarán sobre el óleo a dormir un rato más, estirando la siesta mientras puedan, antes de que lleguen los visitantes al museo.
Ahí los tienes, acurrucados, apoyando su corazón sobre la tierra. El sol sigue dando vueltas, picoteando el aire en el cielo, buscando, entre los zarzales, alcanzar el caramillo. Así están ellos, los almendros, dormidos, y luego despiertos, tambaleándose como pájaros recién nacidos o caídos de los nidos, ondeando con sus mantillas al viento. Todo eso hacen mientras no los vemos, mientras se quedan a solas en las salas del museo.
Porque los cuadros, y todo lo que en ellos se queda, siguen con sus vidas. Niños, flores, pájaros, todo sigue ahí, aunque no lo veas. Porque cuando pasamos delante, como tropas, manadas, nos apresuramos demasiado, apenas nos volteamos, nos vamos rápido al siguiente, y ahí, allá, aquí, le sacamos una foto como sí la cámara pudiera atrapar algo de lo que hemos sentido, vivido, aunque sea sólo un instante, delante de esos almendros en flor.
Allí se quedaron, en las aulas. En medio del verde campo, de ese azul apabullante que no volveremos a ver en ningún otro lugar. Allí están, pues, los almendros, luminosos como el verano, enjabonándose las melenas al sol, y luego, de pronto, sumergiendo el cabello en el estanque, o en el río, vete a saber dónde se habrán metido. La luz gesticula, les regaña, pero ellos, los almendros en flor, siguen a su bola, no hacen ni caso. Siguen con sus travesuras, hundiendo las ramas en las fosas nasales del aire, para que huela su olor a menta.
Se van metiendo, hundiendo, las manos por debajo de las faldas para que el día sienta bien ese calor suyo, su vida que se empeña, que se empina. Se van sueltos, libres, por los prados, a colocar las trampas para atrapar un poco de viento, un puñado de horas, este tiempo que se nos va de las manos, que zumba como un abejorro, y se nos escapa, aunque lo metas en la cajita dorada de los recuerdos.
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