Hay una pareja, feliz, al lado. Más allá unos viejitos, que ya se asoman al barranco. El camarero dando vueltas como una perdiz. Y yo, aquí, en este rincón del restaurante, leyendo un artículo sobre el Caravaggio.
Ella acaricia la mano, y él, claro, disfruta mejor de su vermut, del hondo del escote, de esos claros que se le cruzan en el bosque de su mirada. Así, a veces, nos pilla la vida, caminando sobre un hilo, el cable tensado sobre el vacío, la barrita para el equilibrio. Así, a veces, retamos a la nada, le limpiamos las espuelas sobre su morro, para que se entere de una vez por todas, de que la vida va en serio.
Las dos viejitas (son mujeres, sí, navíos de alta mar), más lejos, se están contando sus vidas. Quizás hablan de un primer amor o de la lluvia que se les mete en los huesos, ya sabes, eso de la edad, quién sabe. Quizás no sea nada de eso. Quizás hablen del día que se les ha ido, otro más, otro menos, y así se quedan los diques, así se hunden incluso los acorazados.
Quizás sea del año por venir, todavía tan lejos, porque, ellas lo saben, cada día es una vida. Ellas saben y hacen como si nada, palabras y más palabras, tendones, manos, ojos que brillan. Todo lo echan al fuego, toda la leña que les queda, ahí la queman. Y así miran, con las castañas puestas, chispeando, dándole al faro.
Ahora la chica, rubia, le sonríe a él, también rubio (¿serán molinos? ¿serán holandeses?). Ella no sabe, y él tampoco, lo que es vivir ínfimos infinitos. Pero son jóvenes, lo aprenderán. Me acabo de percatar: sus manos son inmensas. Las de ambos. ¿Acarician mejor? ¿El tamaño importa? Mientras, me entero de que Caravaggio solo ha vivido treinta y nueve años, un rayo.
Ahora ella se lleva el vaso de vino, un tinto, a la boca, y él, claro la boca, la suya, la de ella, se la quiere comer, se la quiere tragar. Es así cómo uno se alivia de la muerte, a sorbos. Es así como uno se entera que la vida, sí, vale algo, un penique, un duro, un franco, lo que sea, vale algo. En todo caso vale algo más que un perdigón. La vida es un balazo, y así la disparas, mal, bien, hasta reventar, hasta que los huesos dejen de bailar.
Ella se anima, ahora se zampa, risueña, amada, amando, el plato, y luego el vino, y ese calor se le mete en todo el cuerpo, será la vida que se hace lagartija, será el lunes al sol, o un campo quemado, trigo, ave, puros amarillos, será el cielo que se abre.
O simplemente una manera de escupirle a la cara, a la matona, a la mandona, una manera de rastrearle toda la alegría que ahora lleva dentro, al instante, y él, claro, levitando, él cantando con los ojos, cantando con las manos.
Más allá las viejitas se abren como alcachofas, ellas prosiguen a lo suyo, hablando de todo y de nada, saben lo que se les esfumó, pero no les importa un pepino, levantan la copa, y brindan a esta vida que se les va de las manos, brindan por el año nuevo, uno más, uno menos.