La mejor noticia de este año no está —obviamente— en la política, en la vivienda, ni en la realidad de los salarios, sino en la literatura. En la literatura. La moda de la autoficción que nos llenó de víctimas y de intimidades se ha evaporado al fin y han vuelto las grandes historias, los libros que nos cuentan vidas y roces de placas tectónicas que las afectan. Ya hemos celebrado La llamada, de Leila Guerriero, justísimo Libro del Año para los que componemos el jurado de Babelia, una obra que mientras ilumina una sola vida nos cuenta lo que sufrió Argentina en la dictadura con onda expansiva en España. Pero no olvidemos a Pierre Lemaitre, que este año firmó nueva entrega de la serie con la que sigue recorriendo el siglo XX a través de una familia francesa: El silencio y la cólera, una excusa para hablarnos de desigualdad, avaricia, hipocresía, aborto clandestino, generaciones, amores prohibidos y miles de ingredientes de nuestro mundo.
Y qué decir de Eduardo Halfon y su Tarántula, que narra su vida sin que nos demos cuenta, sin la exhibición pesada de sentimientos que se amontonó con la autoficción, y que nos arrastra hasta un campamento judío en Guatemala y de ahí hasta París y Berlín para que le acompañemos a un viaje de aprendizaje cargado de sabiduría. Un libro que me enamoró, como las recuperaciones de Joan Didion que siguen llegando años después de su muerte (Una liturgia común) o de Tomás González, autor perfecto que vive de espaldas al mundo, como J.D. Salinger, pero sin que nadie hable de él. La luz difícil lo demuestra en cada página con creces.
Y porque leer no es seguir un camino estipulado como comprar en Ikea, sino atajos y derivadas que aparecen en el recorrido, van aquí más recuperaciones: Amor sin fin, de Scott Spencer, una vibrante historia de enganche y toxicidad como la que puede alcanzar a todo ser humano con la guardia baja. También pude recuperar asignaturas pendientes como Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan, o Libre, de la albanesa Lea Ypi, de los mejores libros que he leído en años, y esta a su vez me llevó a la bielorrusa hoy argentina Natalia Litvinova, nacida y crecida en el desastre de Chernóbil, lo que ha contado en Luciérnaga.
Manuel Gutiérrez Aragón brilló como sabe con Vida y maravillas, una memoria private que acaba convirtiéndose en historia política, cultural y del cine de España. Y Agustín Fernández Mallo nos conmovió con Madre de corazón atómico, espléndido título que siempre agradeceremos a Pink Floyd. Y la columna se acaba sin que me quepan más.
Lo dicho, y que no nos engañen: las buenas noticias están en la literatura. Y otro día seguiremos con la política.