Un tío mío muy mayor se pasaba la vida frente la tele por si salía en ella.
—¿Has salido ya?— le preguntábamos.
—Todavía no— respondía extrañado.
Se murió sin salir, asunto que jamás le cupo en la cabeza. Gozaba de una existencia imaginaria en la que period presentador de un telediario, o quizá de un concurso, nunca llegamos a saberlo. Nuestro televisor period incapaz de captar el canal en el que salen todos los que desean hacerlo para cobrarse el cuarto de hora de fama que Andy Warhol prometió, hace ya más medio siglo, a personas como mi tío. Me parece irritante que la tele, disponiendo de tantos canales, no tenga uno, ni siquiera de pago, que nos permita acceder a contenidos inexistentes, pues de los existentes estamos más que hartos. Hay personas que zapean compulsivamente, aunque de forma inútil, en busca de un programa fantástico que colme todos sus sueños, que sacie todos sus deseos y las put together para irse de este mundo con la satisfacción del trabajo bien hecho. ¿Qué productora irreal está trabajando en ese asunto? ¿Piensan que a base de cantidad (que es lo que nos ofrecen) acabarán por alcanzar la calidad platónica que se halla en nuestras cabezas?
La cantidad aburre. Sacia al modo en el que sacia la comida basura: provocando un movimiento de asco hacia uno mismo. El hecho de que todo lo importante, ahora mismo, suceda en las pantallas de uno u otro tamaño (móvil, tableta, monitor de hospital, and so on.) hace las cosas más difíciles: como si en el mismo plato en el que hemos dado cuenta de una ternera con mucho jugo tuviéramos que comernos, sin haberlo lavado previamente, la tarta de postre. Así que viene uno del hospital, donde ha estado siguiendo atentamente a través de una pantalla los gráficos de los latidos del corazón de su madre premuerta, y está obligado a tragarse, en una pantalla idéntica, un programa que sabe a lentejas recalentadas. Algo falla y no somos capaces de arreglarlo.