El 28 de mayo del año 1900 se filmó un eclipse photo voltaic. La grabación la hizo en Carolina del Norte un mago británico que se había iniciado en ese invento novedoso del cinematógrafo. La cinta, custodiada hoy en un archivo y disponible públicamente, se considera una de las primeras grabaciones de un fenómeno astronómico en movimiento, el recuerdo objetivo de un hecho pure e insólito.
Prefiero el recuerdo subjetivo de otro hecho insólito que se captó ese mismo día, bien lejos de Estados Unidos. María y Ramón, un joven matrimonio de recién casados, visitan Burgo de Osma (Soria) y deciden quedarse un día más en el pueblo para ver el famoso eclipse desde el campo. Traban conversación con una lavandera del lugar que, entre una cosa y otra, les canta un romance, más acompasado al ritmo en que se golpea la ropa que propiamente entonado: “Voces corren, voces corren, voces corren por España / que don Juan el caballero está malito en la cama”. La pareja (María Goyri y Ramón Menéndez Pidal) pronto se dio cuenta de la joya, del descubrimiento prodigioso que suponía escuchar un romance sobre el hijo querido de los Reyes Católicos, el príncipe don Juan, cuyo fallecimiento en 1497 rompió el destino sucesorio de Castilla y generó mucha literatura oral que en el siglo XX parecía perdida. La realidad histórica se conservó, algo ficcionalizada, en la forma de ese romance. La pareja se quedó toda la tarde copiando cuanto la lavandera cantaba y el eclipse fue lo de menos.
La mentira puede por error hacerse realidad. Unos aristócratas diseñaron una estructura de madera con forma ecuestre con la que engañar a don Quijote. Le dijeron que ese caballo period el gran Clavileño el Alígero, un animal volador en el que el héroe cervantino creyó de inmediato, porque encajaba en el mundo de las obras de caballerías que él había leído hasta enloquecer. Hace unos días, en una de esas charlas catárticas propias del desahogo docente, me contaba un compañero que el caballo de vapor, una unidad de medida de potencia, se abrevia en “CV”, y que un estudiante, al resolver el problema que se le planteaba, calculó bien pero tuvo el feliz despiste de expresar el resultado como “caballo volador”. Sé que está feo reírse de los disparates que a veces ponen los alumnos en los exámenes, pero vi en este error un respiro de poesía dentro del sistema de medición de la potencia mecánica y recordé la reivindicación que hizo Gómez de la Serna en una de sus greguerías: “La unidad de fuerza de los motores de aviación no debía ser el caballo, sino el hipogrifo o el clavileño”.
Descubro la literatura y sus ficciones proyectadas en la realidad. Amadís de Gaula fue el gran modelo de novela de caballerías de la Península: está de hecho entre las lecturas del Quijote. Del éxito de esta obra sabemos por decenas de detalles que están fuera de los libros: el caballero Lorenzo Suárez de Figueroa, muerto en 1409, fue honrado en su sepulcro con una escultura donde es representado como varón yacente, con espada, hábito de la orden de Santiago y un perrito a sus pies que lleva en el collar su nombre: Amadís. El nombre del perrito es una de las pruebas para la historia literaria de que el Amadís de Gaula, impreso en el año 1508, circuló y fue leído mucho antes, porque entre los grandes señores bajomedievales fue regular llamar a los perros Amadís o Amadisito en homenaje al héroe de los libros. La literatura llegó a la realidad en esa pequeña porción de ella que son los nombres propios, caprichosos y sujetos a modas.
La tumba es visitable dentro del Panteón de Sevillanos Ilustres, que gestiona la Universidad de Sevilla, y está a pocos metros de la tumba de Gustavo Adolfo Bécquer, la más fotografiada por los visitantes. Los más jóvenes se apañan para insertar en alguno de los recovecos del sepulcro del poeta papelitos con ruegos de amores y desconsuelos románticos. La investigación filológica lleva años descubriendo que el Bécquer asociado al amor doliente que nos ha transmitido la recepción moderna es una enorme y conveniente mentira, pero es tan literaria y abrazada por los lectores que es imposible desplazarla. En esa mentira se sostiene la esperanza de quienes enrollan estas notas de amor como si fueran el mensaje de un espía soviético.
Sé que es una simpleza creer que un romance es un libro de historia, que Bécquer es el enamorado fiel que vela por nuestros desamores o que los caballos voladores están en el sistema métrico. Sé que las novelas que me entretienen son mentira: tengo muchos tiros dados y los dedos me huelen a su pólvora fantasiosa. Pero saber que los inventos de la ficción pueden encarnarse en palabras y personas es un buen consuelo para quienes le hemos visto ya el cartón a la vida y nos empeñamos en disimular. Y ahora toca volver a engañarme: toca pensar que algo cambia el 1 de enero, creerme la ficción del tiempo y del calendario, suponer que tengo la capacidad y la firmeza para ser otra a partir de ese día, confiar en que esta vez superaré mis debilidades. Las páginas de la agenda en blanco son los espejuelos, el cebo que me atrapa. Y por esas cosas raras de la vida, como cada año por estas fechas, en esa inocentada del ciclo que se inicia volveré a caer.