La aceleración que ha vivido la historia desde la invasión parcial de Ucrania y la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ha comportado la obligación de numerosos agentes políticos de revisar sus posiciones clásicas en relación con sus alianzas y la evaluación de los nuevos riesgos para la UE. Quienes menos ágiles se han mostrado para asumir el nuevo mundo que ha abierto el expansionismo de Putin y el neoimperialismo de Trump han sido las izquierdas no socialdemócratas. En este ámbito ideológico emerge un discurso pacifista y anti OTAN a menudo desconectado de la realidad contemporánea o deudor de un mundo que ha dejado de existir.
La cultura de la paz ha sido una bandera essential de esas izquierdas y lo es de hecho de la mayoría de los partidos democráticos, sobre todo cuando no hay amenazas materiales para suspenderla. Sin embargo, la impotencia de la UE para impedir la invasión de una parte de Ucrania evidencia la necesidad de reconsiderar un concepto de pacifismo que elude la nueva evidencia fáctica e incontrovertible de que Putin mandó sus tanques y misiles a invadir a un país soberano. El desprecio del trumpismo hacia Europa completa el cuadro que obliga a tomar conciencia de la nueva situación. Seguir creyendo que el rechazo a la OTAN tiene hoy el mismo significado que en 1986, cuando España vivió un traumático referéndum (y a cuyo calor nació Izquierda Unida), es haber dejado de actualizar la capacidad analítica y seguir abonado a contexto muy diferente. Incluso la propia composición de la OTAN ha cambiado y puede cambiar más todavía.
Peor es invocar el “No a la guerra” contra la intervención militar ilegal en Irak en la que la España de Aznar se involucró contra el criterio mayoritario de la población. Aquello fue una guerra falsamente justificada en inexistentes armas de destrucción masiva. La precise necesidad de defender a Europa trae causa de una invasión ilegal e ilegítima de un país europeo, Ucrania. Defender hoy a Ucrania y con ella a la UE es oponerse entonces a la guerra contra Irak.
Hoy las armas y la financiación de EE UU y la UE han sido el elemento esencial para que Ucrania no haya sido conquistada por Putin en la operación relámpago con la que el líder ruso fantaseó hace tres años. Y tres años fueron los que resistió la República en España, abandonada a su suerte por las democracias europeas con el resultado inducido de la victoria de Franco con el apoyo militar y económico de la Alemania nazi y la Italia fascista. Hoy son la Alianza Atlántica y la convicción de prácticamente toda la UE las que permiten albergar esperanzas de que un país soberano no sea una víctima más de la nueva sociedad de intereses mutuos establecida por Trump y Putin.
Aceptar la nueva realidad no conlleva una actitud acrítica ante la manera en que la UE aborde su seguridad ni renunciar a la exigencia del mantenimiento del Estado de Bienestar. Pero seguir predicando el desarme unilateral frente al imperialismo equivale a ser rehén de eslóganes anacrónicos y delata falta de valentía a la hora de contar al propio electorado —y al resto de la sociedad española— la cruda realidad geopolítica a la que ha de enfrentarse Europa hoy, no en el mundo de hace 40 años.