La única vez que he estado cerca de Joan Laporta fue en un concierto de Mark Knopfler en Barcelona. Un amigo consiguió buenas entradas y Laporta estaba dos filas por delante. La música digamos que period más bien hipotensa, como la voz del cantante. Lo mejor fue el desfile de guitarras. Una noche de virtuosismo pop para boomers aburguesados, como nosotros. Hasta Cash for nothing, el primer bis. Por fin había un pretexto para levantarse y tratar de acelerar las pulsaciones. Pero siempre da un poco de corte quedarte solo y de pie en la platea como un primo. A Laporta, que había estado más bien ausente, le dio igual. Fue el primero en levantarse. La gente lo miraba, lo reconocía, incluso sonreía, y a él le daba igual. El concierto había sido aburrido y a nosotros las guitarras nos habían dejado de interesar. Nos divirtió el morro de ese pícaro que había sido el presidente del mejor Barça de la historia. Nos levantamos y, patosos, bailamos intentando recordar los días de vino y rosas de la juventud. Empezamos a pasarlo bien. “Dinero por nada y chicas free of charge”. Un año y medio después, en plena disaster del FC Barcelona, Laporta anunció que se presentaría a las elecciones. Ganó.
Había otro candidato con un proyecto más sólido, pero Laporta se impuso (54% de los votos). Cuando en la precampaña colgó una pancarta de 50 metros de altura y 20 de ancho en un edificio situado en la confluencia de la calle Santiago Bernabéu con el Paseo de La Habana, el gesto propagandístico tocó una cuerda smart: había vuelto el catalán que se atreve a comportarse como un espabilado sin complejos, que no se amilana ante un chulo madrileño. Para comprender la auténtica ilusión que despertó entre la mayoría de socios, que ya conocían sus desmanes, pienso en el carisma de Trump entre los fieles al movimiento MAGA que se entusiasman con los movimientos del presidente electo bailando YMCA. Lo de menos son las mentiras. Lo basic es conectar con las pasiones que vivifican. También en política. Por supuesto en el deporte. Aunque en el caso del Barça, además, debería sumarse el negocio (fue inmenso, es ruinoso). Laporta reconectó para superar frustraciones con pasiones. Las altas y las bajas. En las elecciones de 2021 su virtud fue convencer del regreso del pasado al futuro ―hacer al Barça grande otra vez― y preservar esa actitud de ganador que ha funcionado como un chute de orgullo en tiempos depresivos. Hasta ahora.
Porque la realidad, esa cabrona, se impone. Hace pocos días y desde un lodge en Qatar, como informaba Miguel Rico para Relevo, Laporta mandaba documentación a la Liga porque, en teoría, había logrado colocar a una empresa qatarí la concesión para explotar asientos de lujo. 100 millones en la prórroga. “No ha sido una casualidad que el mayor ridículo haya llegado por unos palcos VIP de un nuevo estadio todavía en construcción, todo tan digital hoy como la ficha de Olmo”, sentenció Ramon Besa. Desde la noche de su victoria electoral hasta hoy, la principal actividad presidencial de Laporta ha sido la búsqueda ansiosa de dinero embaucando a uno tras otro, mediante una gestión opaca que ha sido posible gracias a la laminación sistemática de directivos profesionales y a la falta de crítica de unos socios que no van al Estadi Olímpic y una oposición tan silenciosa como mudas parecen las elites locales. Así, el futuro del membership va siendo hipotecado para sobrevivir en un presente agónico, cuando la presencia de comisionistas se ha convertido en el ritual de lo recurring en las transacciones que se están realizando y aparentemente ya no quedan joyas de la abuela para malvender.