“No tendrás casa en la puta vida”. Bajo este lema nos manifestamos en 2007 por las calles de Barcelona, reclamando el derecho a una vivienda digna. El pasado noviembre repetíamos. Nosotros, los de entonces, mejorando las formas y con los hijos de la mano. Las vidas de algunos han mejorado, pero las de muchos otros no lo suficiente como para desmentir aquel vaticinio authentic. Y volveremos a manifestarnos. Los jóvenes lo tienen cada vez más difícil para independizarse. En 2007, uno de cada cuatro jóvenes conseguía irse de casa antes de los 30; hoy, es uno de cada seis. De esos, solo el 29% son propietarios, la mitad que en 2007, cuando eran 58% en plena burbuja inmobiliaria. A un 40% de familias se les va más del 40% de sus ingresos en el alquiler. En Francia o Alemania, esta situación afecta a menos del 18% de los hogares, según un informe reciente del Banco de España. Y luego están los “nadies”, los más de 30.000 sin techo —seguramente bastantes más— que sueñan con tener uno, los varios miles de personas sin hogar que viven en chabolas, caravanas y asentamientos informales sin apenas suministros —solo en la Cañada Actual de Madrid, 4.500— y los que sufrieron los más de 20.000 desahucios que hubo en 2024, que se suman a los desahuciados del año anterior y el otro. Así se vive en España a principios de 2025.
Lo llamamos derecho a la vivienda, pero no lo es. Más exactamente, pertenece a la categoría de los derechos programáticos, esos que algunos teóricos, no sin ironía, denominan derechos manifiesto, debido a su carácter jurídicamente no exigible, como las pretensiones de los abajofirmantes. Con el desarrollo de los Estados del bienestar, muchos derechos sociales, como el derecho a la educación y a la sanidad, dejaron de ser derechos manifiesto para convertirse en derechos subjetivos, es decir, reclamables ante los tribunales, igual que lo son el derecho a la libertad de movimiento y de asociación. La mutación estuvo, al menos en parte, motivada por lo que se conoce como la tesis del estómago lleno (full stomach thesis, en inglés), que destaca la importancia de satisfacer las necesidades básicas —como alimentación, salud o educación— para poder disfrutar plenamente de otros derechos, en explicit los de carácter civil y político. Difícilmente podremos participar en una manifestación, ir a misa dominical o al colegio electoral con una apendicitis no tratada. La vivienda es una necesidad básica y cuando el acceso a la misma peligra, muchos otros derechos también se ven amenazados. Siguiendo con la metáfora: nos quedamos con el estómago medio vacío. Van tres ejemplos.
La falta de acceso a una vivienda adecuada erosiona el derecho a la salud. El hacinamiento favorece la propagación de enfermedades: pasó con la covid-19 y pasa, hoy en día, con la tuberculosis, que repunta en los barrios pobres y densamente poblados. La insalubridad y la humedad que afecta a 120.000 hogares en Barcelona, y a cientos de miles más en otras zonas de España, agravan dolencias crónicas como el asma y las infecciones respiratorias. Las familias que apenas pueden pagar el alquiler tiran de ultraprocesados; las que no pueden pagarlo viven con la ansiedad y el estrés que genera el posible desahucio. Por no hablar de las enfermedades mentales agravadas o desencadenadas por vivir en la calle.
El derecho a la vivienda también afecta al derecho a la educación. La brecha residencial por renta crea segregación escolar: en los barrios ricos se concentran los colegios mejor valorados; en los barrios pobres, los centros de alta complejidad, los de los niños con mayor riesgo de absentismo y fracaso escolar, para entendernos. Los alquileres desorbitados devoran el presupuesto para las extraescolares, las clases de refuerzo y las academias de inglés. Según Save the Kids, los niños en pobreza habitacional tienen un 32% más de probabilidades de repetir curso. La falta de vivienda estable interrumpe la escolarización y en las casas hacinadas cuesta encontrar un rincón tranquilo donde hacer los deberes.
Y, en el extremo último, el empadronamiento obligatorio para votar acaba siendo un muro para los sin techo y los chabolistas. Aunque legalmente pueden registrarse usando la dirección de un albergue o centro social, en la práctica se encuentran espirales burocráticas, documentos imposibles de obtener, rechazos injustificados, y silencios administrativos; lo denuncian varias ONG y también el bufete de abogados Uría y Menéndez. En 2021, más del 50% de las personas sin hogar no estaban empadronadas, lo que las dejó fuera del censo electoral. Los “nadies” que se quedan sin poder votar en contra de las políticas que los empujan a serlo.
El problema de la vivienda no es un asunto aislado. Hay quienes, como Myers y otros en su artículo de 2021, hablan con buen tino de la “teoría habitacional del todo” para describir su imbricación con otras necesidades fundamentales. Y he aquí la paradoja: derechos fundamentales que parecen grabados en las Doce Tablas dependen, en buena parte, de un derecho manifiesto escrito, temblorosamente, sobre papel mojado.